Víctor Gobitz

Durante el 2018 y el 2019, el Ministerio de Energía y Minas (Minem) promovió un espacio de diálogo multiactor para reflexionar acerca del rol de la industria minera en el desarrollo socioeconómico de nuestro país. El objetivo específico fue discutir y consensuar una visión compartida de la minería peruana formal al 2030. En esa línea, se creó el Centro de Convergencia y Buenas Prácticas Minero Energéticas, denominado Rimay.

Los actores que participaron de este espacio de diálogo fueron, por parte del Estado, el Minem, Minam, Mincul y Midagri; por parte de la Academia, los representantes de diversas universidades nacionales; desde la sociedad civil se hicieron presentes el Clero, los gremios profesionales y diversas ONG; por parte del sector privado participaron empresas representativas del sector minero - energético.

Como resultado, se alcanzó un consenso acerca de una visión al 2030, con cuatro atributos centrales: a) una minería inclusiva e integrada en lo social y lo territorial; b) una minería con una gobernanza óptima en lo ambiental y propende el desarrollo territorial; c) una minería competitiva e innovadora; y d) una minería altamente valorada por toda la sociedad.

Mirando en perspectiva, ya estaríamos a mitad del camino hacia el 2030. Por ello, resulta pertinente evaluar y, eventualmente, cuestionarnos si lograremos alcanzar esa visión consensuada, analizando los dos principales metales de nuestro PBI minero: cobre y oro.

En lo que respecta a nuestro portafolio de proyectos de cobre -que supera los US$50.000 millones de inversión, y que cuenta con dos clústeres bien delineados, tanto en el norte como en el sur-, su implementación plena, con altos estándares técnicos y ambientales, no solo nos permitiría disputar la primera posición mundial en términos de producción, sino que además ayudaría a generar corredores económicos que propenderían a la inclusión, integración y a la reducción de la pobreza monetaria a menos de dos dígitos.

Sin embargo, en lo que respecta a la minería aurífera no formal, que lamentablemente incluye lo ilegal y criminal, y que ha alcanzado niveles de producción anual que supera los 2 millones de onzas -que en términos económicos representa más de US$5.000 millones-, tenemos que desterrar la precariedad generada por los procesos fallidos de formalización (léase Reinfo). Dicha precariedad es muy visible en la inseguridad ciudadana y violencia criminal que genera, en la corrosión de nuestra institucional pública y privada, y también en el irrespeto a condiciones mínimas laborales, ambientales y tributarias.

Tanto el desarrollo total de nuestro potencial de producción de cobre, como la incorporación plena de las actividades de producción de oro a nuestra economía formal, combatiendo todo aquello ilegal y criminal, son dos condiciones imprescindibles para que cualquier proyecto país de largo plazo (incluyendo la Visión Rimay al 2030) sea alcanzada.

Para ambos casos, se requiere además que todos aquellos que tienen responsabilidad de tomar decisiones prioricen lo sostenible y no únicamente lo coyuntural, y que se comprometan con el cumplimiento y respeto irrestricto del Estado de derecho.

Como diría nuestro historiador Jorge Basadre, el Perú aún es una posibilidad.