Alonso Cueto escribe sobre las fiestas de fin de año.
Alonso Cueto escribe sobre las fiestas de fin de año.
/ Stefano Bianchetti

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“Invitados”, por Alonso Cueto
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“Invitados”, por Alonso Cueto

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Hay dos tipos de personas entre quienes pueden celebrar las fiestas de. La primera es la de quienes se deleitan en las preparaciones. Hacen la lista de invitados, los convocan, seleccionan lo que se va a servir, a qué hora deben reunirse, a ver qué les parece, vénganse pues. Con frecuencia estas personas se enfrentan con problemas que resuelven entusiasmados. Por ejemplo, escoger entre los invitados a quienes hay que incluir y a quienes excluir. Si invitamos a José, entonces no puede venir María. Es por el problema que tuvieron hace unos años. Pero si le decimos a Vanessa, entonces también hay que decirle a Beto. No vaya a resentirse, me entienden ustedes. Que alguien se entere que no fue invitado a una reunión, es una de las causas de ofensa, en las relaciones del afecto que se mantienen en nuestras sociedades. Las personas que gozan preparando las reuniones no se arredran ante estos problemas. Escogen con un arte consumado a quiénes invitar, preparan frases como “somos pocos, solo los amigos más cercanos” y otras mentiras que los invitados no creen pero que se sienten halagados de escuchar. Los días antes de o de Año Nuevo estas personas están haciendo listas, buscando regalos, preparando los materiales para el fuego.

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En el segundo grupo, están los que gozan de la celebración, no de la preparación. Son los que llegan a las reuniones con un sombrero de carnaval, matracas y confetti, premunidos de una sonrisa larga y contagiosa. No han hecho nada para preparar la reunión. Solo quieren celebrarla. Cantan, bailan, festejan. Llegan los primeros y se van los últimos.

Y aquí vienen los peores. Los que se quedan en las casas hasta el día siguiente, los que no se resignan a pensar que la fiesta ha terminado, los que exigen a los demás entrar en su universo de delirio. Los que empiezan a decir lo que piensan en medio de la borrachera. Los pesados y malcriados irredentos.

En realidad, la historia no ha cambiado mucho. La fiesta es un ritual tan antiguo como el de las colectividades. Una de las notables, antecesora de la Navidad, fue la Saturnalia, en la antigua Roma. Era una celebración que reconocía al dios agrícola Saturno. Sacrificios, banquetes, a veces orgías, y por supuesto muchos regalos formaban parte de ella. Los niños recibían muñecos de terracota, los adultos poemas o mensajes humorísticos. Había joyas, vajilla, canicas y velas que representaban el retorno de la luz.

En los mejores momentos de la Saturnalia se acababan las diferencias de poder. Los invitados usaban sombreros. Los amos podían servir a sus esclavos. Todos comían en una mesa común. La sociedad se había dado vuelta y allí estaban todos para celebrarlo. Se realizaba al fin de la siembra y por eso las fechas preferidas eran entre el 17 y el 23 de Diciembre. Hoy día seguimos celebrando la Saturnalia, que se convirtió en la Navidad, aunque sin el desenfreno de los romanos.

Los fiesteros de la Saturnalia olvidaron pronto que se trataba de un ritual de gratitud al dios Saturno. Solo querían divertirse. Es lo mismo que ocurre hoy, cuando nos hemos olvidado del sentido original de la Navidad. Queremos buscar un pretexto para divertirnos. Queremos celebrar y todavía mantenemos algo de genuino y de sincero en los buenos deseos. Vamos a las fiestas con todo cariño, faltaba más. Hacemos listas, preparamos banquetes. Hay que hacerlo aunque aparezcan los pesados.

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