El primer recuerdo que tiene Federico Kauffmann Doig de sí mismo es el de andar descalzo alrededor de la pequeña casa paterna en Vilaya, cerca de Cocochillo (hoy, distrito Camporredondo, en Amazonas): “En esa época, todos andábamos descalzos, solo nos calzábamos para ir a misa. Mi padre quería que yo me integre, que no me vean diferente. Un día me preguntó si quería caminar así, descalzo, alrededor de la casa. Yo corrí por la emoción y luego me dijo que podía quedarme así”. Aquel fue el primer contacto elemental con la tierra de la que Kauffmann nunca habría de despegarse por completo.
Kauffmann es uno de los arqueólogos más reconocidos del país. Sus trabajos sobre la cultura Chachapoyas son vastos y se estudian ahora en el colegio, aunque su curiosidad lo ha llevado a ver diversas culturas precolombinas. Kauffmann –la palabra amable lista, un impecable traje beige– recuerda esa carrera original sentado en su sala. Las ventanas dan a un parque en Aurora, una de las zonas más residenciales de Miraflores. Desde estas se ven las copas de los árboles y el rumor del juego de unos niños entra como la luz o el canto de alguna ave.
Los diez primeros años de esa infancia feliz y descalza los vivió en la selva –en el monte–. Su padre era un alemán nacido el primer año del siglo pasado, que emigró tras el fin de la Primera Guerra Mundial; su madre, una lambayecana descendiente de mochicas y escoceses. El padre llegó al Perú impulsado por algún espíritu aventurero. Trabajó como comerciante entre Cocochillo y la costa piurana. En esos años, conoció a la que se convertiría en su esposa y se instaló en la selva, muy cerca de Kuélap, lugar que su hijo estudiaría muchos años después.
Tras cumplir diez años, cuenta Kauffmann Doig que llegó a Lima y vivió con su familia materna, ya mudada a la capital. El colegio lo aburría y era un alumno más bien desprolijo. Al acabar sus estudios en 1947, decidió volver a la selva –“Fui el primer hippie”, dice entre risas–. Llegó meses después a Moyobamba, donde conoció el paludismo y el amor. Unos policías lo encontraron y lo devolvieron a Lima en un avión que tenía capacidad para dos pasajeros: era aún menor de edad.
Fue en 1949 que descubrió su vocación. Su padre intentaba convencerlo de que estudie algo o encuentre algún oficio.
–¿Qué has pensado hacer?
–Quiero saber más de esas ruinas que he visto en mi viaje, respondió lacónico Federico.
Las ruinas eran las mismas que vio con su padre –eran las de Kuélap– y otras más que observó cuando atravesó la cordillera.
–Eso se llama arqueología. Vamos ahora mismo a la universidad, dijo con entusiasmo el padre. Lo tomó del brazo y lo llevó ese día a San Marcos.
Desde ese momento, una pasión se apoderó de Federico. Estudiaba en la casa y en la calle. Leía cuanto podía, señala. Comenzó a sobresalir con sus calificaciones. Terminó y continuó estudiando, cada vez más emocionado, hasta doctorarse. Luego, casi naturalmente, terminó investigando a los chachapoyas y los míticos sarcófagos de Karajía, colocados cuidadosamente dentro de grutas en un risco.
Federico Kauffmann es infatigable. La memoria no le falla al recordar fechas y nombres, tanto de profesores o académicos, como de personas que lo hospedaron algunas noches en aquel viaje definitivo de adolescencia. Al acabar esta entrevista, se irá a una gala de la Embajada de Estados Unidos, pero antes recibirá a una prima hermana alemana en su casa para el lonche. Al día siguiente, su agenda consiste en revisar apuntes y escribir una nueva versión de sus estudios sobre los chachapoyas. A la par, hace las últimas correcciones de un libro sobre magia y sexualidad en el Perú precolombino. En tres meses espera terminar ese libro que comenzó en 1986.
Su curiosidad parece no disminuir. ¿Qué definió a la religión en el antiguo Perú? es la pregunta que hoy lo persigue. Años de viajes, lecturas y conversaciones le dejan la certeza de la incertidumbre. “Nuestro rol, por qué estamos aquí nos sigue siendo ignoto”, dice. A pesar de ello, continúa –continuamos– en la carrera por conocer más. Federico Kauffmann se levanta. Estrecha con firmeza la mano. Se despide con una cita del antropólogo Ralph Linton para resumir la raíz de su interés científico: “El hombre no es un ángel caído, es un antropoide erguido”.
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ReconocimientosFederico Kauffmann Doig obtuvo en 1955 el grado de doctor en Arqueología y, en 1961, en Historia. Ha recibido la distinción de Amauta por el Estado Peruano, el Premio Nacional de Cultura (1955 y 1962) y la beca Guggenheim. Fue director del Museo de Arte de Lima, del Patrimonio Cultural de la Nación y del Museo Nacional de Arqueología.