Teresa Burga no dijo nada. Fueron otros quienes la catalogaron, atribuyendo a su obra la categoría de un movimiento artístico que ella ni sabía que existía. Aquella muchacha solo quería ser libre. Se podría decir que ni siquiera la pintura la apasionaba; sí buscaba plasmar sobre cualquier soporte –a manera de planos de ingeniería y proyectos con instrucciones esquemáticas- aquello que naturalmente pasaba por su cabeza. Eran los años sesenta, y desde entonces muchas cosas han pasado.
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Prácticamente ninguneada en la historia de la plástica nacional, la obra de Teresa Burga nunca formó parte de museos ni del circuito galerístico local, salvo contadísimas excepciones. Hoy es considerada pionera del arte conceptual peruano. Cuando cumplió 80 años, la feria Perú Arte Contemporáneo – PArC, le rindió un homenaje por iniciativa del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba), difusores de una obra que muchos peruanos recién empezamos a conocer.
Mirada rebelde
María Teresa Burga Ruiz nació en Iquitos en 1935 porque a su padre –marino- lo destacaron allá. Empezó el colegio en aquella ciudad y lo terminó en Lima, en el Raimondi.
Postuló para estudiar arquitectura e ingresó a la UNI, pero dejó la carrera al segundo año porque “los profesores eran muy rígidos”. Ser secretaria, en los albores de los años 60, tampoco era su objetivo.
“No quería estudiar nada. Un día, caminando por la Plaza Francia, vi una escuela de artes plásticas que estaba allí. La gente solo pintaba y conversaba. ¡Eso quiero! me dije”.
Teresa Burga estudió arte en la Católica y fue la alumna no aplicada de Adolfo Winternitz. Ella cuenta que el maestro les enseñaba a pintar con óleo y ella lo odiaba porque se consideraba negada para mezclar colores. Su obra “Uchuraccay”, de mediados de los sesenta, es un testigo de esa época expresionista. La pintura está colgada en la sala de su departamento de San Isidro. En ese ambiente también exhibe otras pinturas que pintó a su modo.
“Me fui donde Mario Piacenza [coleccionista y cofundador de Tekno hace más de 50 años] y me regaló pinturas de pared. Con eso pinté. Me dijeron que se iba a caer [la pintura], pero mira, ahí están”, dice, y empezamos a gozar la ironía, que es su característica.
Experiencia pop
“No me daban espacio. Ni la Católica, ni los otros grupos, ni las galerías. Postulé a la beca Fullbright y me la llevé”, recuerda la artista, que tentó la oportunidad bajo el planteamiento de que sus esquemas y trazos sobre papel –tal era su creación- también era una especie de arte, y que la obra en sí la podrían ejecutar otros.
En 1968 Teresa Burga se fue a la escuela del Art Institute of Chicago y le dijeron que lo que hacía era arte conceptual. Hacía unos años que el Pop Art había llegado a Estados Unidos y artistas como Andy Warhol y Roy Lichtenstein destacaban con sus exposiciones. A la artista peruana la catalogaron dentro de ese grupo. “Al regresar de Estados Unidos [dos años y medio después] ya me di cuenta de que el arte me gustaba”, confiesa la artista.
Burga regresó al Perú a inicios del gobierno militar. En 1972, con su título de Master of Fine Arts bajo el brazo, expuso en la galería del ICPNA del Centro de Lima. Tras esta muestra, el silencio.
La internacionalización
Miguel A. López y Emilio Tarazona, dos investigadores peruanos que se zambulleron en el tema del arte no objetual, rescataron del olvido la obra de Burga, organizando una primera muestra el 2007. A esta siguió otra, el 2010, que fue tan grande que ocupó dos salas: la del ICPNA de Miraflores y de San Miguel. Allí fue donde la artista inició su salto a la escena internacional.
“Un brasileño vino al Perú para ver la obra de una serie de artistas. De mí ni pío, nadie me conocía. Él venía del aeropuerto y vio en la Av. La Marina el anuncio de mi muestra. Era mi boca. Paró a mirar y me eligió a mí”, cuenta. Aquella boca de sensuales labios rojos –recuerda- la dibujó sobre un papel de Aduanas. Burga lo tomó, dibujó con bolígrafos negro y rojo, lo selló y firmó. “La secretaria que estaba allí me dijo: no vaya a ser que termine en Louvre”, dice divertida.
Aquel personaje era Adriano Pedrosa, quien llevó sus trabajos a la 12 Bienal de Estambul. En aquella cita Burga conoció a Barbara Thumm, quien es ahora su representante.
“Luego me invitaron a Stuttgart. Ese fue el éxito, más que Estambul, porque mi exposición quedó como una las 10 mejores en Alemania”, dice con ese orgullo de quien reconoce que nunca fue profeta en su tierra: “Yo era una hereje que había acabado con el arte y a los profesores no les convenía, porque si no el alumno iba a hacer lo que le daba la gana”.
Siempre en casa
De Teresa Burga recibimos noticias buenas el 2015. Aquel fue un buen año para ella: participó en la Bienal de Venecia (no como enviada del Perú, sino como invitada para el espacio All the World’s Futures), la TATE Modern de Londres incluyó una obra suya (Cubos, 1968) en la muestra “The World Goes Pop”, el Hamburger Kunsthalle de Viena la incluyó en la exposición “The Feminist Avant-garde of the 1970s” y el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires-Malba montó “Teresa Burga: Estructuras de aire”, muestra que estuvo acompañada de un gran libro que es un homenaje a su trayectoria.
Con tanta actividad internacional pensábamos que vivía en el extranjero, pero no. Teresa Burga vive en Lima. La octogenaria artista camina despacio porque le fastidia la rodilla pero la memoria la tiene intacta. En su pequeño estudio tiene un librero y una computadora. También una mesa que parece de arquitecto, llena con decenas de plumones de punta fina que hoy usa para dibujar. Nos dice que elige los colores al azar, y que lanza sus trazos sobre cualquier “papelito” que esté a su alcance.
Así fue siempre. Artista en libertad. Y nos muestra copias impresas de los poemas de Blanca Varela que ella trascribió sobre el pentagrama musical. “Cambié la estructura del poema en notas – explica-. A ella siempre la estimé mucho. La consideré una de las mujeres más interesantes y una de las mejores poetas del Perú”.
También nos muestra la serie de dibujos que hizo de su mano. Ella solo copió en un papel lo que veía, y –como sucedió con muchas de sus obras- otros se encargaron de ejecutar la obra, logrando así la escultura que se exhibió en Berlín poco después. Porque ese es el arte conceptual que ella siempre defendió: “A mí no me pagan ni por el marco ni por la tela. La idea nada más”.
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