“Como todos los humoristas, yo solamente soy divertido cuando estoy trabajando”, dijo alguna vez. Y todos festejaron la ocurrencia como si se tratara de una broma. En realidad, no había forma de no creerle: lo decía Peter Sellers, un brillante actor y comediante, el más grande después de Charles Chaplin. Un genio de la improvisación, la sátira, el artificio y la parodia que dos semanas después de llegar a este mundo ya estaba debutando en el Kings Theatre de Southsea, Londres. Sus padres eran actores y lo habían subido al escenario con ellos. Mala idea: cuando cayó el telón y se escuchó un aplauso atronador, el bebé entró en tal pánico que nadie pudo contener su llanto en horas.
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Viviendo una infancia de gira perpetua y sin domicilio establecido, había desarrollado sentimientos encontrados acerca del espectáculo. Mientras su madre lo animaba a expandir sus cualidades innatas, el padre dudaba seriamente de esas habilidades sugiriendo que los talentos de su hijo eran suficientes para convertirse en barrendero. Además, tenía que optar por la fe católica de su padre o el judaísmo materno —”los judíos eligen la fe de su madre”, le repetía ella—. Al final, el joven Peter Sellers terminaría desarrollando una extraña afición por lo oculto, los médiums y las sesiones espiritistas. Siguió todas las modas de la ‘New age’. Hasta entregar el gobierno de su vida a Maurice Woodruff, su astrólogo.
ERRÁTICO Y MERCURIAL
En efecto, Peter Sellers no iba al plató si su horóscopo le decía cosas desfavorables. “Estaba loco, certificadamente loco”, sostuvo Blake Edwards, su director en toda la saga de “La pantera rosa”. “Solía hablar con su madre muerta y llevaba un santuario portátil a donde iba. También me llamaba a cualquier hora de la noche para decirme que no me preocupara por la escena que íbamos a rodar al día siguiente porque Dios le había dicho cómo debería actuar. Y cuando llegaba la hora de filmar, Sellers estaba sin ninguna preparación. Teníamos que borrar su parte y reemplazarla por un doble. Más de una vez tuve que decirle que, en el futuro, le diga a Dios que se mantenga alejado del mundo del espectáculo”.
Sus biógrafos dicen que hasta los 16 años durmió en la misma cama que su madre Peg, mientras papá Bill pernoctaba en el sofá. Que el resto de su vida se la pasó buscando una identidad. Eso explicaría su afán por rodearse de bellas mujeres, coleccionar autos deportivos, yates, mansiones en las que nunca viviría y una suite permanente en The Dorchester, el cinco estrellas favorito de jeques y monarcas. Autodestructivo y violento, la onda expansiva de sus estallidos arrasaba primero con lo que estaba más cerca: golpeó a su esposa Britt Ekland, rompió sus cuatro matrimonios y cubrió a sus hijos con tantos regalos como amenazas de muerte.
“Era como un matón en el patio de recreo. Le gustaba hacerte llorar hasta que su víctima comenzara a derrumbarse”, dijo su hijo Michael antes de morir de un ataque al corazón en 2006. Para Jonathan Miller, quien dirigió a Sellers en una versión televisiva de “Alicia en el país de las maravillas”, “estaba completamente vacío cuando no actuaba, era un receptáculo en lugar de una persona”. Para Sam Wasson, biógrafo de Edwards, “era un niño y un tirano, él mismo se odiaba. Era mercurial: te seduzco y luego te expulso”. Stanley Kubrick, quien lo dirigió en dos películas, fue feroz: “No existe esa persona”. Y cuando un periodista le preguntó a Peter Sellers quién era el verdadero Peter Sellers, como un niño de dos semanas aterrado ante el estruendo del teatro se volvió a quebrar y entre lágrimas dijo: “Realmente no lo sé”.
GOLPE AL CORAZÓN
Fue un brillante baterista de jazz que con 16 años ya había grabado dos LP’s producidos por George Martin, el de los Beatles. Grabó uno más con Sophia Loren. Dobló a Humphrey Bogart cuando este se accidentó. Amigo de George Harrison y Ringo Starr, en 1965 hizo una versión cómica de “A Hard Day’s Night” recitando como Ricardo III de Shakespeare. Además, era dueño de una joya: durante la grabación del “Álbum Blanco”, Ringo le había obsequiado una cinta con las primeras mezclas. Pero también era el que se negaba a filmar si alguien estaba vestido de verde. O de morado, “es el color de la muerte”, decía. Tampoco entraba a habitaciones de hotel pintadas con esos colores. Su ídolo era Stan Laurel.
Asombrosamente versátil y talentoso, sería la gran estrella inglesa de la comedia en los años cincuenta. Y se adueñaría del mundo durante las dos décadas siguientes gracias a “Lolita” y “Dr. Strangelove” de Stanley Kubrick, pero sobre todo por la hilarante saga de cinco películas de “La pantera rosa” que iniciaron una franquicia de diez filmes que ya ha ganado más de mil millones de dólares y pertenecen a la memoria cultural del planeta. Viendo el brillo performático de Sellers, sus gags perfectos, uno imagina que ese fue el set más divertido de todos los tiempos. Craso error: tomaba tantas pastillas que sus explosiones de rabia terminaban por ensombrecer al icónico y torpe Inspector Clouseau.
Pero su trabajo era tan bueno y la facturación tan elevada que Blake no podría prescindir de él. Sometido al infierno del alcohol y las drogas, castigado por una serie de catorce ataques cardíacos —considerablemente exacerbados por el uso de nitrito de amilo para intensificar su rendimiento sexual, tanto que durante uno de estos episodios había estado clínicamente muerto minuto y medio—, no pudo sobrevivir al que ocurrió el 24 de julio de 1980. Y mientras millones de espectadores lloraban su muerte, entre los cineastas fue como una liberación. Tanto que cuando el director Billy Wilder se enteró de la noticia, dijo: “¿Cómo es posible que muera de esa manera? Para que te dé un ataque primero hay que tener corazón”. Aunque tal vez sólo era volátil como el mercurio.
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