La guerra huele a cañonazo puro y los cuerpos regados en San Juan y Miraflores conforman una evidencia de dolor. La sangre derramada se diluye en riachuelos que se pierden en el mar de la codicia y ya no hay tiempo sino para recordar cómo era la vida antes. Aunque la memoria falle. Es febrero de 1881 y Lima ha caído. Las tropas enemigas de la Guerra del Pacífico se asientan en la ciudad y los lamentos impotentes no bastan para expulsarlos. Pero es un general quien colma las iras, un infausto llamado Pedro Lagos que decide ocupar las instalaciones de la Biblioteca Nacional y utilizar sus salones como barracas para un batallón de soldados.
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Allí se resguardaban, sin contar las obras duplicadas, truncas y excluidas en el salón de depósito, 56.127 volúmenes al alcance de cualquier asiduo lector. Clásicos griegos y latinos, en ediciones plantinas, elzeverianas y de las llamadas ad usum delphini. En filosofía, obras de Aristóteles, Bacon, Descartes, Leibnitz, Kant... La políglota complutense de Jiménez de Cisneros y la de Amberes de Arias Montano, los Evangelios en lengua gótica y vascuense, la antigua Biblia itálica, las de Duhamel, Sabatier y otros. Historia, ciencias naturales, arqueología, lingüística, geografía y viajes.
Obras raras como el libro que escribió Enrique VIII en defensa de la Iglesia Católica; el Nuevo descubrimiento del gran río Amazonas, por el jesuita Cristóbal de Acuña; la Extirpación de la idolatría de los indios del Perú, por el padre Arriaga; y la relación de varios Autos de Fe celebrados por la Inquisición de Lima. ¿Incunables? Sí, un Breviario de 1489 por Juan Hanman, las obras de Platón impresas en 1491 y los Comentarios de Persio de 1492. Todas oleadas y sacramentadas en Venecia.
Y ni hablar de los escritos de autores americanos y de cuanto folleto había surgido en el Perú desde 1584, además de colecciones empastadas de todos los periódicos nacionales. Un tesoro patrio y mundial. Un botín para el malhadado saqueo.
Un encargo, un reto
El corazón le debe haber dejado de latir por un segundo y durante ese breve lapso de vida, una extraña mezcla de ira, dolor e impotencia lo habrá invadido. El joven literato Manuel Ricardo Palma Soriano recibió el encargo, una tarea que podía ser superior a sus fuerzas. Así lo estableció el presidente Miguel Iglesias: hoy 2 de noviembre de 1883 se inicia la organización de la Biblioteca y Archivo Nacional. Punto aparte.
Y también encargó al hombre apellidado Palma la tarea de ser el director y a Toribio Polo de acompañarlo como subdirector. A ellos se hubo de sumar desde su lecho de enfermo, en calidad de director honorífico, Manuel de Odriozola, el general que fue perseguido por protestar por escrito ante Estados Unidos por la afrenta del enemigo cometida en la casa de libros.
Diez días de labor desarrollaron los inmolados, horas largas de revisión e inventario de las posesiones hasta que el 12 de noviembre surgió el trémulo informe: solo quedan una pared de metro y cuarto de espesor del salón principal a punto de desplomarse; las habitaciones de los altos son un montón de escombros; salones del depósito desechos; apenas permanecen 738 apolillados y maltratados volúmenes. “De la rica sección de manuscritos, queda únicamente el recuerdo”.
El mandato presidencial incluía una fecha de orgullo y de temer: la entrega de la Biblioteca Nacional debía hacerse el 28 de julio de 1884. Tan sólo ocho meses de trabajo para acicatear al Ave Fénix dormida, porque las primeras Fiestas Patrias en paz luego de cinco años de conflicto armado debían celebrarse con un especial triunfo.
Labor de patriotas
“Pudimos ser vencidos en los campos de batalla, pero la espada del vencedor no alcanzó a herirnos en el cerebro”, diría Palma. Y demostrándolo se promulgó un bando prefectural para que las personas que poseían libros con sello de la biblioteca los devolviesen. La respuesta tuvo sabor a cuatro dígitos: 8.315 volúmenes de retorno a casa, la mayor parte por la colonia italiana.
Se inició así una de las mayores acometidas nacionales, la búsqueda de los amigos, las cartas a literatos y hombres de letras, el pedido orgulloso de una Nación. Palma nombró agente bibliotecario en Madrid (España) a Leocadio López, respondiendo con beneplácito la Real Academia Española y la biblioteca de Madrid.
La recepción en las repúblicas del Plata, Ecuador, Brasil, Venezuela, Colombia, Bolivia, México, Estados Unidos y de Centroamérica fue enorme, con decenas de nombres de colaboradores multiplicándose. También se obtuvieron obras de los más notables escritores chilenos, porque en el santuario de las letras “no tienen entrada las pasiones e intereses que dividen a los pueblos”. Muestra de ello fue la remisión de un pedido al presidente de Chile, Domingo Santa María, amigo de Palma, para que colaborase en la odisea. Se levantaron voces en contra, pero la respuesta proveniente del sur fueron 624 tomos.
Hubo necesidad de apelar a otros recursos para conseguir más textos. Un caso muy sonado ocurrió cuando se iba a producir el remate judicial de la librería de Fernando Casós, que contaba con 3.000 volúmenes. Ricardo Palma convocó una suscripción de ayuda entre el público, que culminó en cinco días con la generosidad manifestada en 992 soles, 192 más de los que se necesitaba para adquirirlos. También se aceptó una propuesta de venta de 1.300 volúmenes de obras modernas sobre Jurisprudencia y Ciencias Administrativas, a un costo de 800 pesos pagados en cuatro meses, y otra de 1.400 ediciones sobre Medicina y Ciencias Naturales. A esto se sumó un total de 60 obras adquiridas por cambio de obras duplicadas.
Paralelamente al acopio de libros se realizaron las obras de reparación de la sede bibliotecaria, para lo cual se invirtieron 11.212 soles, incluyendo la adquisición de estantes y mobiliario. Los trabajos fueron dirigidos por Manuel Julián San Martín y una comisión de notables veló por su marcha. Se consiguió transferir del Palacio de Gobierno retratos de todos los virreyes, del conquistador Francisco de Carbajal y de los presidentes Castilla, San Román y Prado, así como lienzos pintados por Merino, Laso e Ingunza. Las obras fueron limpiadas y reparadas gratuitamente por varios artistas.
El último tramo
Mientras el tiempo se acortaba y las Fiestas Patrias se asomaban, los libros se hacinaban sobre el pavimento ante la carencia de anaqueles. Era imposible ordenarlos, así que durante un buen tiempo sólo se les pudo imprimir el sello de la biblioteca y aplicarles petróleo en las costuras para evitar que las polillas los comiesen, sin excluir otros sistemas de protección como untarlos con trementina, mirbano y pimienta.
“Hablando con propiedad, hasta el 31 de mayo teníamos libros, pero aún no había biblioteca. Esta se ha formado en sólo 50 días de tesonero trabajo por parte de los entusiastas y hábiles empleados del establecimiento”, contó Palma.
La Municipalidad de Lima aprobó la entrega de 1.500 soles para la encuadernación de libros y lo propio hizo el Concejo del Callao con 120 soles. Un total de 1.800 volúmenes fueron recubiertos o vieron cambiados sus forros de pergamino. Construidos los anaqueles, se empleó el sistema de alambrado en las puertas de los muebles, por considerarse inadecuado el empleo de cristales.
A medida que se acercaba la fiesta patria, el frenesí lo fue todo. El Comercio detalló en sus ediciones del 25 y 26 de julio de 1884, a solo horas de la reapertura del centro cultural, los donativos hechos por Federico Sotomayor (28 volúmenes), Pedro Beltrán y Cendeja (60 tomos empastados de papeles varios), monseñor Pedro García Sanz (10 volúmenes escogidos), un caballero anónimo (15 tomos de la obra de Santo Tomás en versión moderna) y una señorita anónima (2 tomos de la Historia de César escrita por Napoleón III), así como Asimismo, entregas de los integrantes de la compañía de bomberos Salvadora Lima Nº 1.
También arribaron cuatro cajones más de libros obtenidos por literatos chilenos.
Llegado el día señalado para la reapertura, el 28 de julio de 1884, la biblioteca contaba con 18.630 volúmenes en seis anaqueles bajos y cinco altos en el salón Europa; 4.946 en 18 estantes bajos y 23 altos en el salón América; y otros 4.318 en depósito. Ese lunes, el corazón de Ricardo Palma debe haber dejado de latir por un segundo otra vez: los 738 libros deteriorados con que inicialmente se encontró se habían transformado en 27.894 orgullosos volúmenes.
La suma de todos
La reinauguración de la nueva Biblioteca Nacional constituyó un homenaje a la Patria y al esfuerzo de los peruanos. A la ceremonia asistió el presidente Miguel Iglesias, en uniforme de gran parada y exhibiendo la insignia de primer magistrado. Lo acompañaron los ministros de Instrucción (Castro Zaldívar), Hacienda (Galup) y Relaciones Exteriores (García Urrutia) en coche de gala, quienes arribaron a la sede cerca de las 2 de la tarde, escoltados por la mitad de un cuerpo de caballería. Autoridades y personalidades se dieron cita y escucharon con particular cariño una memoria leída por Ricardo Palma.
“Allí donde adquiríamos noticia de la existencia de un libro que fue de propiedad nacional, allí acudíamos a reclamarlo; y sea dicho en encomio de la moral privada, ningún poseedor puso obstáculo a nuestra exigencia (...). Bibliotecario mendigo toqué a todas las puertas, y no encontré peruano, dígolo con patriótica satisfacción, que me negara su concurso (...)”.
“El renacimiento de la biblioteca ha sido labor común. Pertenece a todos y a cada uno de los que, con sus donativos de libros, con su dinero, con sus influencias han cooperado. Es labor de la prensa de Lima y principalmente del decano El Comercio, cuya propaganda fue tenaz (...)”.
“Puse al servicio de la Patria lo poco que de actividad, de inteligencia y de entusiasmo plugo a Dios conservar aún en mi espíritu. Sé que en la milicia de la vida no son laureles todo lo que se cosecha, que no hay campo sin abrojos y espinas, y que acaso no faltará quien sostenga que en ocho meses era hacedero el organizar mejor la Biblioteca. Yo no he podido más, ingenuamente lo confieso. Pero, por poco que haya realizado, la base del edificio me corresponde. Otro la mejorará”.
Luego de que el presidente elogiara la tarea, los asistentes recorrieron los salones y se sirvió un `lunch’ en el que rivalizaron la cordialidad y el entusiasmo.
Se permitió que el público visitase las instalaciones de la biblioteca hasta el domingo 3 de agosto, reabriéndose al día siguiente el salón de lectura en el horario de 12 a 5 de la tarde. Ese mismo lunes, El Comercio comentaba en su editorial que “los últimos restos de las fuerzas chilenas desocuparon la vecina villa de Chorrillos, dirigiéndose al Sur, de donde regresarán a su patria”. Y la historia se empezó a escribir de nuevo.
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