Suspendida, sin peso, flotando. Imperceptible en la ocre densidad de mesas, vasos y paredes, resbalando a través de las curvilíneas hebras de humo de los cigarrillos, así apareció sobre la pista del bar Tijeras de Barranco —¿o tal vez era el Sargento Pimienta?—. Corría la primera mitad de los noventa y hasta el día de hoy —ayer 16 de febrero del 2022—, que abandonó este mundo, Doris Bayly permaneció intacta. Tenue. Ligera. Poblada de soledades, desprovista de tiempo, de ayer. Como si en alguna dimensión del universo fuese posible que todo ocurriese por génesis sublime, nunca entendimos cómo pudo haber caído en un lugar tan proclive al fraccionamiento interior y la neurosis. Pero su aire espectral, de inacabable ausencia y desarraigo, nos enamoró a todos.
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La leyenda decía que había sido la musa inspiradora de un admirable pintor maldito y de un célebre escritor de culto. Que venía de ser monja de clausura en el convento de Ocopa. Y que era la dueña de esa subyugante pluma que retrataba a los artistas plásticos peruanos desde las páginas del efímero diario El Mundo. En realidad, toda ella era una leyenda, con el añadido de una inquietante belleza física que la hacía casi inmune a la infracción. Evidentemente, andaba escindida de este mundo: reflejada en su sustancia, subsumida en su propia piel, en su claridad, el suyo parecía ser un espíritu que harto de permanecer inmaculado termina resolviéndose visible.
Cosa que ocurrió en 1996 cuando la vimos ingresar por la puerta de este Diario y sentarse frente a una de las computadoras del pool de redactores de Somos. Ese equipo estaba comandado por Fernando Ampuero, quien había reclutado a Patricia y Maria Luisa del Río, Alonso Rabí, Raúl Cachay, Pablo O’Brien, Jeremías Gamboa y el firmante. La presencia de Doris terminó por coronar una de las épocas más fructíferas del suplemento sabatino. Ese fue un entrañable grupo de creadores, ciertamente, en el que ella era una especie de planeta silencioso que había llegado desde muy lejos y sin gravedad. Proyectaba un dolor subyugante, de dulce violencia, sobrenatural. Un dolor cercano al vértigo. Un dolor de caída orlado de flores en su trayectoria.
Manantial de luz
Lo cual, en términos pragmáticos, sería rastreable en el breve poemario de 32 páginas que publicó en su vida: “Retrete para huérfanos / Poemas de sobrevivencia y otros textos (Asaltoalcielo Editores, Filadelfia, 1996). Dos detalles no menos subalternos —su publicación artesanal y el tiraje de 100 ejemplares— no solo lo convirtieron en uno de esos clásicos instantáneos e instantáneamente inhallable: el libro era ella misma reflejada. El arte de la poesía como objeto propio antes que como surtidor de versos. Una vida poblada de instantes poéticos plenos antes que en negro sobre blanco. Esto es, transformar la vida en poesía y hacer poesía con la vida.
Hace una década, cuando se enteró que el cáncer la había elegido, decidió enfrentarlo con las armas que la pureza de su corazón le habían dado: se vino a Máncora, adquirió un enorme terreno en su salida norte y decidió cultivar sus propios alimentos con el agua de un manantial tan transparente como ella misma. Construyó un hangar para que su esposo, el pintor Armando Williams, dejara fluir sus ríos de colores y unas cabañas para que Ricardo y Daniel, sus hijos, entren en comunión con el arte y la naturaleza, que en su caso tenía la forma de horizonte líquido curvado. Doris vivía en el mar. Verla salir a la altura de Punta Ballenas con su cabello mojado en hebras doradas es otro clásico instantáneo.
Como clásicos eran sus buenos días en el Facebook con estampas norteñas que su discurrir de mañana y tarde por la carretera Panamericana capturaba. Pedaleaba puntualmente dos veces al día de su casa hasta Carpitas, el puesto de control aduanero 12 kilómetros más allá. Era imposible no encontrarse con ella y su fragilidad sobre dos ruedas, su morey terrestre. ¿Cómo idear un habla silenciosa para no perturbar su ser impecable? Aquella presencia invocaba la necesidad urgente de sumergirse bajo esa superficie de claridades. Bajo ese oleaje azulino, manso, hasta hallar algo que probablemente fuera la base, el núcleo. El zócalo de una arquitectura de transparencias. O algo por el estilo. Porque, aunque fisiológicamente parecía haber sido creada para las adherencias, su reino definitivamente no era de este mundo.
Plegaria al vacío
Pese a ello, o tal vez por eso mismo, estaba muy conectada con la realidad. Dueña de un sentido humor francamente letal, especialmente con los políticos, prefería obrar discretamente en proyectos de asistencia a los menos necesitados. Como el colegio Divino Niño Jesús para niños especiales de Máncora que ayudó a fundar en secreto. O su discurrir como curandera herbolaria aplicando, por ejemplo, las propiedades curativas de la muña, con la que sanó a mucha gente humilde. Y su faceta editorial al frente de Huerto Tamarindo que el 2019 editó, con textos de María Luisa del Río, el volumen “Mujeres del Perú”, un sobrio compuesto de perfiles que reivindican la invaluable presencia de ellas en nuestra historia.
Y cuando estaba terminando de perfilar otro proyecto editorial con el firmante, Doris salió a la carretera para nunca más volver. Un camión la embistió por la espalda. Y nos quedamos así: anclados a una columna de suspiros. Atravesados por un rosario de latidos. Pensando si realmente llegó a vivir entre nosotros o tan solo fue un espíritu sublime absorto en su esplendor. Hoy que caen las tinieblas y ya nada atenúa esta angustia que nos muerde, ella, que no era de aquí, que no era de ninguna parte —aunque antier me dijo que volvería— nos deja la fragancia de esos treinta años que pasamos juntos. Como el día que llegó despacio, resbalando, suspendida, sin peso, flotando, pues ella no era de aquí, pero nos enamoró a todos: era el reflejo de su propia belleza. Amén.
Doris Bayly, periodista de firmes convicciones
Era una mujer extraordinaria, muy culta, de modos muy suaves, pero de firmes convicciones. Recuerdo, casi como si fuera ayer, que pasábamos largas horas hablando sobre cultura; algo que a ella le apasionaba. Recuerdo las madrugadas del cierre de la revista Oiga, que pasábamos horas de horas en la redacción conversando sobre eso, y el director Francisco Igarza se ponía furioso porque demorábamos en entregar nuestros textos.
Después de nuestro paso por la revista Oiga, he acompañado, aunque a distancia, la carrera de ella en Somos y diferentes publicaciones. Y una de las cosas que pierde el Perú, entre las varias virtudes, estamos perdiendo una extraordinaria persona comprometida con la cultura, una gran poetisa y extraordinaria periodista. Ha escrito tanto de tantas cosas, pero sobre todo era una persona con un punto de vista siempre sobre la cultura, hizo de su vida una poesía. Realmente, una terrible pérdida.
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