José Carlos Yrigoyen

Hace varios años, de forma azarosa, Guillermo Niño de Guzmán (Lima, 1955) convirtió una libreta de apuntes en la bitácora de sus lecturas. Sin afán de publicarla, fue llenándola de anotaciones hasta sumar cientos de ellas. Nuevamente la casualidad lo animó a revisar esa copiosa cosecha ocasional, y consideró que entre ese caos había reflexiones e impresiones dignas de compartirse. Fue así como nació “Hasta perder el aliento”, el primer tomo de un díptico titulado “Cuadernos de letraherido”. Aunque en apariencia es el dietario de un lector cultivado y acucioso, significa más que eso: cuando Niño de Guzmán nos comenta acerca de los autores y los libros que lo marcaron, se las arregla para acabar hablando de él mismo, de su tormentosa vocación, de los temores que paralizan su trabajo y de la cruda percepción del fracaso que suele acosar a quienes se consagran sin cortapisas a este oficio.

Niño de Guzmán es conocido por ser un escritor que no se prodiga en publicaciones: sus libros de narrativa aparecen cada diez años como promedio, y aparte de esos volúmenes solo cuenta con algunas recopilaciones de artículos y una novela juvenil. “Hasta perder el aliento” es la elegante confesión de un narrador que reconoce con coraje sus fantasmas profesionales: “Por tanto, yo diría que sufro una involución. A medida que aumenta mi experiencia en el arte de escribir, siento que decrece mi destreza para practicarlo (p. 37).

Meditaciones similares se hallan constantemente en estas entradas. Niño de Guzmán, aprovechándose de las cuitas de Truman Capote, cavila sobre si la vocación literaria es más una carga que un privilegio, si todo fabulador no está “encadenado, de por vida, a un amo noble pero despiadado” (p. 84). Luego se ampara en William Styron para tratar acerca del bloqueo creativo: “Enfrentémoslo, escribir es el infierno”, clamaba el autor de “Esa visible oscuridad”; Niño de Guzmán apunta que “su caso siempre me despertó simpatías debido a la imposibilidad de escribir que suele atenazarme con desagradable frecuencia” (p. 139).

Algo semejante puede decirse de su acercamiento a Calvino, que le permite formular la confesión más íntima del libro. El italiano se lamentaba de que escribir le costaba “siempre un gran esfuerzo, una gran violencia sobre mí mismo y no me divierte en absoluto”. Niño de Guzmán se aúna a esa sensación amarga: “Lo peor es que si no insisto, si no lo intento a pesar de todo, me invade un gran malestar y siento muchos remordimientos. Todo esto configura un misterio que escapa a mi comprensión. ¿Lo resolveré alguna vez? No lo sé. Mientras tanto, a pesar de todo, escribo” (p. 199).

¿Y cuál sería entonces el espacio de enunciación idóneo que permite escapar, aunque sea momentáneamente, de la impresión de insistir en una materia ingrata, como dijo Borges del método de trabajo de Flaubert? Niño de Guzmán, consumado conocedor de jazz, nos brinda la respuesta en boca del enorme pianista Fred Hersch, quien llamaba ese elusivo estado de gracia “estar en la zona”; después nuestro narrador agrega: “Cuando escribo, yo también quiero estar en la zona. De eso se trata” (p. 82). “Hasta perder el aliento” no lleva un título gratuito: ese aludido ímprobo esfuerzo es en pos de aquella epifanía que redime luego de tanta angustia e incertidumbre frente a la página en blanco.

La ficha
"Hasta perder el aliento"

Autor: Guillermo Niño de Guzmán

Editorial: Tusquets

Año: 2022

Páginas: 255

Relación con el autor: ninguna.

Valoración: 4 estrellas de 5 posibles

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