Los dos últimos años han sido de una atención y un éxito inesperado para el español Manuel Vilas (Huesca, 1962). El escritor publicó primero “Ordesa”, una novela de honduras autobiográficas en la que intentaba resolver asuntos pendientes con sus padres fallecidos (y consigo mismo), y poco tiempo después volvió con “Alegría”, que complementaba la anterior pero centrándose en su vida actual, en particular en la relación con sus hijos. Ambos libros forman una suerte de díptico que se alimenta de la realidad, pero sin renunciar a una riqueza literaria prodigiosa.
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Tras varios meses impedido de continuar la seguidilla de giras de promoción de sus dos exitosos libros, Vilas atendió a El Comercio desde Sofía, en Bulgaria. “Vine a dar unas conferencias con mi mascarilla. De alguna manera es un ejercicio de seguir defendiendo la actividad cultural”, afirma por Zoom. Ese ímpetu es el que también lo trae –al menos virtualmente– como invitado del Hay Festival Digital 2020.
Has empezado a escribir un libro sobre el amor en el contexto de la pandemia. ¿Qué tan complicado es escribir sobre una situación que está en pleno desarrollo y de la cual desconocemos mucho aún, incluyendo su desenlace?
Es verdad eso. Conocemos muy poco de muchas cosas que van a ser relevantes conforme vayamos ampliando la investigación científica, sanitaria, etc. Pero me ha preocupado mucho la pandemia porque creo que la vida humana tal como la conocíamos ha sido degradada, humillada. A mí me gusta hablar de la humillación de la vida, algo que la gente normalmente no dice. La gente se queja de las mascarillas, del hidrogel, pero en realidad de lo que nos estamos quejando es de la humillación que sentimos. En esto creo que la función de la literatura es usar las palabras más idóneas para expresar lo que estamos pasando. Y yo utilizo la expresión humillación de la vida. La gente no se molesta con la mascarilla por la incomodidad que produce; se molesta por la humillación que representa. Señalar la humillación de la vida no significa formar parte de la locura de los negacionistas. No es eso. Yo cumplo con usar mi mascarilla, cumplo con todas las obligaciones y responsabilidades sanitarias. Pero también tengo la obligación de recordar que ha habido una involución de la naturaleza, que trae la degradación de la vida. Fíjate algo: la gente más desfavorecida del mundo, los que no tenía casa, carro o trabajo, solo tenían los besos y los abrazos como una forma de sentir la vida. Y ni eso nos han dejado. Entonces, como escritor, creo que tengo la obligación de recordar que la vida no puede ser esto. Una pandemia como esta requiere que los escritores digan cosas. Probablemente nos equivocaremos, sí, pero intentaremos iluminar este momento terrible. Escucho a gente decir que esto va a pasar y que el mundo volverá a la normalidad. ¿Tú estás seguro de que esto va a volver a ser como antes? Yo leo novelas, veo series de TV o películas recién estrenadas, y allí nadie lleva mascarillas. Eso me produce una incomodidad. Una incomodidad intelectual, si quieres. ¿Cómo están reflejando un mundo en una novela o una serie en la que no está presente esta cosa planetaria y universal que estamos viviendo? Parece que me están hablando del siglo XIX. Por eso estoy meditando sobre eso en la novela que escribo. No tengo certezas, sé que me voy a equivocar, y probablemente dentro de tres años lo que pueda llegar a escribir parecerá ridículo; pero creo que me habré equivocado defendiendo los intereses de la vida. Y sobre eso la literatura siempre tiene que decir algo.
¿Qué has leído en estos meses pandémicos?
He leído muchísimos. Y me pasó una cosa casi de carácter humorístico. Llegó la pandemia y tuve esa sensación tan tópica de decir “esto es el fin del mundo” y eso de qué libros te llevarías a una isla desierta (risas). Yo soy un poco ingenuo, un poco aniñado, y pensé: tengo la Biblia, el Quijote, la Comedia de Dante... una sensación enloquecedora. Y me dio de una manera muy natural volver a leer el Quijote. Pero lo hice empezando por la segunda parte, que es mucho mejor que la primera. Eso te recuerda que la literatura también es trabajo y experiencia. Cervantes escribe mejor la segunda parte porque ya había escrito la primera. Hay quienes dicen que la literatura es una gran inspiración... y puede ser. Pero en el caso de Cervantes se trata de experiencia y aprendizaje. Luego he leído lo último de Sara Mesa, de Juan José Millás, de Juan Luis Arsuaga. Algo de Sara Jaramillo, del francés Emmanuel Carrère, el último de Aramburu, los diarios de Héctor Abad. Y algo más inquietante que las lecturas son las relecturas. Aquellos libros que leíste cuando eras joven, que te dijeron una serie de cosas, y que tú ya presientes que esa serie de cosas que te dijeron entonces eran fruto de tu edad o de la colisión de tu edad con ese libro. Pero al cambiar tu edad, la interacción es distinta. Me pasó con el Quijote, pero también me ha pasado con “Lolita” de Nabokov, por ejemplo. Con el tiempo, lees con menos capacidad de asombro. Eso disminuye. Y en cambio gana la capacidad de empatía humana, el buscar en los libros una dimensión humana más que una dimensión artística.
Hablemos de “Ordesa” y “Alegría”. En el primero escribes sobre tus padres y en el segundo sobre tus hijos. ¿Es más fácil escribir como hijo o como padre?
Creo que es más fácil escribir como hijo. Me resultó más fácil porque mi padre y mi madre ya estaban muertos, de modo que me sentí más cómodo y era más legítimo. En el fondo, “Ordesa” fue un esfuerzo para que la historia de mis padres no se la comiera la muerte. Hablar de mis hijos es más difícil porque ellos tienen una vida por hacer, les queda mucho por vivir. Y también, en alguna medida, podía ser una intromisión en personas que están empezando en este mundo.
¿Y sentiste el pudor sobre cómo iban a leer tus hijos “Alegría”?
Es diferente porque para ellos su padre no es el escritor que conoce la gente. Es su padre, un ser absolutamente vulgar, del que no cabe esperar nada interesante (risas). Esa es la visión que una persona joven, de 20 años, tiene de su padre. Eso no quiere decir que no me quieran, pero no piensan que de mí vaya a venir una iluminación interesante, algo relevante. Para ellos soy alguien que soluciona problemas, a quien se le llama cuando necesitan algo. Eso es tu padre, una cosa aburrida y triste y gris. Sin embargo, cuando una persona se hace mayor, cuando ya no tiene 20 años, sino 40, es entonces cuando empieza su redescubrimiento de la figura paterna o materna. Por eso “Alegría” es un libro para que ellos lean dentro de 20 o 30 años. Entonces lo entenderán.
Volviendo a “Ordesa”, ¿tuviste esa especie de pensamiento mágico de imaginar cómo lo hubieran leído tus padres?
Lo tuve, sí. Pero es un pensamiento mágico típico del ser humano. Esos jardines que se bifurcan, hipótesis de la frustración que no conllevan a nada. “Y si esto...”, “y si lo otro...”. Lo que me hubiera gustado en realidad es que mis padres estuvieran vivos. El problema de mi personalidad, como el de muchos otros lectores que se han sentido cómplices de mis novelas, es la inmadurez. La inmadurez en el sentido de que una persona de 50 años debería saber enfrentar la muerte de sus padres de una manera más madura, y no estar siempre en esa situación de dependencia, de querer seguir bajo la protección paterna y materna. Porque en el fondo está la pregunta ¿qué es un huérfano? Y un huérfano es la persona que se ha quedado sin la protección de su papá y su mamá. Una protección llena de amor, de sacrificio, donde tú eras el protagonista de la vida. Eras un príncipe destronado, cuyo trono se ha desvanecido, se ha perdido.
Un detalle: en “Ordesa” incluyes varias fotografías, pero en “Alegría” solo una. ¿Tiene alguna razón específica?
Es una buena pregunta. En “Alegría” solo hay una foto porque el pasado no es el gran protagonista de la novela, como sí lo era en “Ordesa”. En “Alegría” el protagonista es el presente, y tendría que haber colocado fotos de mi presente, pero el pudor me lo impidió. Es un tema de pudor, también entendido como el respeto hacia las personas que están vivas. A mi hijo menor le dije que iba a contar cosas de la vida que nos habían pasado a los dos, y él estuvo de acuerdo. Pero colocar fotos de ellos dos hubiera sido inaceptable.
Al margen de ello, ¿sientes que las fotos de hoy, las que tomamos con los teléfonos hasta el cansancio, podrían no ser vistas con la misma nostalgia que las de papel de antes?
Esa es una pregunta que me llevo haciendo mucho tiempo. Créeme que no lo sé. Decía Roland Barthes que el protagonista de la fotografía es la muerte. De ahí su fuerza y poder terrible, que devuelve a los muertos a la vida. Yo no sé qué va a pasar con esta abundancia de las fotografías de hoy. Cuando la gente empiece a morirse, ¿esas fotos tendrán valor? ¿Empezarán a ser emocionantes recién cuando sus protagonistas estén muertos? Porque el valor de una foto es ese: la demostración de que un ser humano que ahora no está, estuvo alguna vez en esta vida. Es un pasaporte de realidad. Y no sé si con los móviles y las 50 millones de formas de hacer fotos, por culpa de su abundancia, las fotografías van a tener algún sentido.
Que unos libros tan íntimos como estos dos te significaran el mayor éxito de tu carrera, ¿se puede describir como una paradoja?
Creo que fue producto del azar en la literatura, como en la vida misma. Al ser ya una persona de edad, para mí la vida sigue siendo igual, no he cambiado para nada. Es verdad les agradezco a mis lectores la posibilidad de dedicarme a escribir profesionalmente, lo que sí es una diferencia notable: antes era escritor y no tenía lectores. Pero más allá de eso mi vida sigue siendo igual, escribo con la misma intensidad y devoción con que lo hacía antes. El éxito es así, un accidente azaroso. El problema es que hay escritores que creen que se merecen el éxito y se convierten en personas diferentes. También tiene que ver con que el éxito te puede atrapar a los 25 o 30 años de edad, y eso puede ser terrible. Corres el riesgo de creer que eres alguien especial, subirte a un pedestal y empezar a llevar una vida absolutamente estúpida, incluso perdiendo amigos. Eso a mí no me ha pasado porque ya tengo una edad. Solo toca agradecer lo que te ha pasado, pero comprendiendo que es un azar sociológico de la lectura. No hay que tomarse muy en serio el éxito y, por consiguiente, tampoco el fracaso.
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¿Alguna vez imaginaste seguir el tránsito inverso: empezar con la narrativa y luego pasar a la poesía? ¿No es común eso, verdad?
Es muy infrecuente. Algunos casos hay, pero son casi anecdóticos. Quizá un narrador que al final de su carrera decide escribir un libro de poesía, pero suelen ser más testimoniales, me parece. No suelen ser de poesía contundente, con una apuesta importante. Lo habitual es escribir poesía y luego pasarse a la narrativa. Yo sigo escribiendo poesía, sacaré un libro de poemas el mes que viene. Y debo decir que es un género al que amo mucho, pero que desgraciadamente tiene muy pocos lectores. Es probable que yo trasladara mi mundo de la poesía a la prosa porque creo que la literatura es comunicación, y que el sentido último de la literatura se lo dan sus lectores. Sin lectores, la literatura es inconcebible.
El otro gran tema de tus últimas novelas es la depresión. ¿Los libros pueden mitigar la depresión? ¿O es una forma muy ingenua de pensarlo?
Yo quería hablar de la depresión porque me parece que es una enfermedad psicológica y psiquiátrica que va a más. Los psiquiatras dicen que en el 2050 será la primera enfermedad del mundo. Y creo que no basta con el diagnóstico psiquiátrico. Porque el deprimido –o por lo menos el deprimido que a mí me interesaba literariamente– es aquella persona que sabe ver el vacío del mundo. Allí donde la mayoría de la gente no ve nada, el deprimido ve el vacío del mundo, se solidariza con ese vacío, y enferma. Tal como yo lo veo, el enfermo psicológico es un enfermo inteligente. Es un enfermo que ha visto el doblez de la vida, que ha visto el vacío. Y ese vacío existe. Pasar por la vida creyendo que no existe el vacío de la vida me parece que es haber vivido poco. En “Alegría”, el protagonista lucha contra la depresión y la vence. Esa es la apuesta de la novela, la lucha contra la depresión, pero sabiendo que deprimirse sí tiene sentido. Que deprimirse no es un acto vicioso ni un acto de debilidad. Deprimirse es un acto de inteligencia, porque el vacío del mundo existe. Ver que la vida puede no tener sentido es necesario. Lo que no es necesario es suicidarse. Esa es la tesis de la novela.
El dato
Manuel Vilas en conversación con Katya Adaui.
Jueves 5 de noviembre, 10 a.m.
Evento gratuito. Inscripciones: https://zoom.us/webinar/register/WN_lNw1e-SbRiuYfx_eOGrsag
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