Han sido semanas vergonzosas. Vivir con culpa y ocultando la verdad no es tarea deseable para nadie. Intenté sin éxito diversas maneras de preservar el ocultamiento. Pero bastaba una mirada burlona o peor aún un guiño cómplice (no sé cuál era peor), para tener que aceptar que había sido descubierto leyendo el último libro de Paulo Coelho.
Era un deber ingrato. El autor más vendido del mundo había publicado nuevo título (1) y solo una lectura cabal otorgaría la autoridad moral para proceder correctamente a pesar del abismo que implicaba la empresa: sumergirse en los remolinos de la falsa sapiencia y vacía espuma que supone el verbo coelhiano. A saber, escuela y mercado de sabiduría instantánea:
Fracasé. No pude embarcarme en la prosa del brasileño. Lo desangelado del texto evitaba cualquier conexión con su manera de no decir nada. Era un Coelho cansado de la moraleja, otrora su fuerte y morbo. Bastión que en cambio se ha convertido en identidad de sus mejores discípulos. Piénsese nada más en cómo el guatemalteco Ricardo Arjona ha llevado a la perfección robótica la metáfora por comparación –acompáñame a estar solo– apropiación pura y dura del ADN coelhiano.
La lectura de este libro fue largamente sobrepasada por las premuras cotidianas: pagar la luz, ir al baño, etc. Tuve que viajar. Me llevé el libro hasta México. Entonces me encontré con Ascanio Seleme, colega brasileño de O Globo, donde alguna vez Coelho trabajó inventando entrevistas y reportajes falsos. Le pregunté sin esperanzas: ¿por qué se lee tanto a alguien que escribe tan mal? Ascanio se sacó los lentes.
–Averigua lo que pasó con el rockero Raul Seixas.
Eso fue todo. Una luz negra brillaba discretamente detrás de una supuestamente inocua maquinaria de ‘best sellers’. —Suicidio, manicomio, Peter Pan— Paul Coelho nació muerto el 24 de agosto de 1947. En coma, más precisamente. Esto sucedió cuando intrauterinamente se alimentó de sus propias heces, el meconio, lo que según sus más desalmados detractores determina su destino. El niño, esmirriado, débil y tan poco agraciado como su padre, fue un desastre escolar. Además de ser considerado mala influencia. Organizaba carreras de pollitos donde, salvo al ganador, se sacrificaban a todos los emplumados participantes. La disciplina jesuita colisionaba con sus inseguridades, lo que le representó más de un intento de suicidio y tres internamientos en sanatorios mentales. Este desorden existencial empezó a registrarlo en puntilloso diario desde los 12 años. Su madre lo veía escribir y lo bajaba de la combi con el edificante mensaje de “hijo mío, Jorge Amado solo hay uno”. Pero en él un dictamen persistía obstinado: ser un escritor famoso. No necesariamente bueno, pero sí famoso. Su madre empezó a creer que su hijo tenía “problemas de orden sexual”. Su padre apostó que eso se curaba con electroshocks.
El joven Coelho navegó hacia los territorios del teatro infantil a manera de autoexploración. Él pensó que tal vez su madre tenía razón y el origen de su extravío radicaba en una sexualidad reprimida, por lo que despejó algunas dudas. Según propia confesión, recién a la tercera oportunidad se dio cuenta de que era heterosexual. Por entonces Coelho hacía del Capitán Garfio en un montaje infantil.
EL HIPPIE ESOTÉRICO
El signo de los tiempos, finales de los sesenta, estaba marcado por las drogas y el hippismo, y el joven endeble de Río no iba a obviar esa corriente. El canon estaba a su favor, ya que ahora se dictaba que el hombre guapo era feo y desaliñado. Se volvió hippie, pelucón y barbón de permanentes lentes oscuros. Su credo era simple: la droga es para mí lo que la ametralladora para los guerrilleros. Su peregrinaje contestatario lo llevó a recorrer Sudamérica y lo trajo hasta el Perú, a Machu Picchu cómo no, comió nieve e incorporó nuevos temas a su búsqueda personal: los platillos voladores, el Yeti y la telepatía.
Coelho encontró en las vinculaciones esotéricas del rock inglés un posible camino para su ansiada fama. Se sumergió en las disparatadas prédicas de Aleister Crowley, La Bestia, inspirador del satanismo rocanrolero atribuido a bandas como Led Zeppelin y los Stones. Se contactó con la filial brasileña de la secta de Crowley, el Ordo Templis Orientis (OTO). Coelho inicialmente solo quería interferir en el clima o destruir ceniceros con la mente. Pero su obsesión con ser un escritor de éxito seguía siendo su motor inmóvil. Para formalizar los términos del intercambio de servicios era necesario un pacto. Lo redactó en tinta roja según los cánones:
Una hora después, aterrorizado, Coelho firmaba otro papel rescindiendo el contrato por su alma. El servicio de atención al consumidor del demonio debe ser el más peliagudo del mundo.
ROCK (SATÁNICO) EN RÍO
Pero hasta los ex satanistas tienen que pagar cuentas. Coelho fundó una revista alternativa en 1972 –A Pomba– dedicada al ocultismo y a los ovnis. Sin recursos ni personal, se multiplicaba a base de seudónimos para llenar todas las notas de la publicación. Un día un atildado joven llegó a A Pomba preguntando por uno de esos periodistas inexistentes. “Ha salido”, dijo Coelho. El visitante decidió esperarlo.
Tras horas de tenerlo sentado ahí Coelho se compadeció y le dijo la verdad. “Ese periodista no existe, soy yo”. “Entonces contigo tengo que hablar”. Raul Seixas se presentó. Era un joven músico que odiaba la bossa nova y amaba el rock, y quería que Coelho le pusiera letra a sus canciones. Nacía una sociedad forjada en las tinieblas.
Coelho introdujo a Seixas en OTO. Era 1973 y Coelho y Seixas empezaron a grabar canciones, tuvieron éxito y ganaron dinero, introduciendo mensajes del credo demoníaco en la música. Una de sus propuestas paralelas era la creación del concepto de la Sociedad Alternativa. Para entonces Coelho ya no se llamaba así sino Staars, Luz Eterna 313, o simplemente Frater Lucifer. Uno de los planes, nunca realizado, era volar la cabeza del Cristo Redentor de Río de Janeiro La dictadura militar que regía Brasil se alertó por la prédica subversiva del par de hippies. Ambos fueron secuestrados, siendo Seixas torturado durante tres días. Luego de interrogarlos y escuchar la cháchara en torno a su malignidad fueron deportados a Estados Unidos.
Ahí fue que aún bajo la estela del maligno decidieron peregrinar al emblemático edificio Dakota, a la vera de Central Park. Era donde, a propósito de pactos, se había filmado “El bebé de Rosemary” (1968) y era además el lugar de residencia de otro sospechoso de trato con la frontera porosa de la oscuridad: John Lennon. No en vano en el collage de personajes de la portada del disco “Sgt. Pepper’s” (1967) aparecía sin vergüenza Aleister Crowley.
Coelho contó durante años cómo fue esa reunión con Lennon, que los atendió algo fastidiado porque estaba resfriado. Luego se comprobó que apenas había hablado con el portero del Dakota.
En 1986 Coelho se fue a hacer el Camino de Santiago de Compostela, en España, llevando un esclavo bajo contrato (sic). Para entonces el brasileño ya tenía trescientos mil dólares en el banco, cinco departamentos y se había vuelto fanático de los toros y del pinball. Su mujer lo conminó: “¿No era que querías ser escritor?” De esta experiencia publicó “El peregrino de Compostela” (1987). Los astros, o el azufre, empezaban a moverse. Para él, al menos.
Su ex compañero Raul Seixas había entrado en caída libre hundido en el alcoholismo y el satanismo disparatado. Juntos habían compuesto 41 canciones durante seis años. Seixas murió a los 49 años solo, borracho y derrotado.
Al año siguiente, 1988, Paulo Coelho publicaba “El alquimista” e iniciaba su despegue hacia el éxito interestelar. Sin que nadie se pudiera explicar razonablemente por qué, la orfandad de la prosa se delataba sola, sus dos primeros libros superaron la venta del medio millón de ejemplares.
EL ÉXITO OSCURO
La racionalidad ha agotado las explicaciones respecto al éxito de Coelho. El propio aludido ha decidido que prefiere no enterarse. Esto no le impide, al estilo Las Vegas, apostarle a todos los números de la ruleta en un dream team sobrenatural: el ya mencionado Lucifer, el I Ching, y el Niño Jesús de Praga. Su obra apunta al interés humano básico por lo esotérico, pero salpicado de citas bíblicas, tautologías y demás adornos motivacionales que han configurado una fórmula que los críticos más amables han dado en llamar la filosofía Karate Kid: encerar mano derecha, quitar cera mano izquierda.
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Su filosofía de la tautología lo ha vuelto el rey del meme.
Formalmente, lingüistas registran un uso hábil e intuitivo de parte de Coelho de las formas morfológicas del cuento infantil aplicadas a sus novelas: el héroe, el reto, la magia y el éxito. A la gente le encanta que le cuenten cuentos.
Fue así que en el 2000 se vieron imágenes del entonces presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, descendiendo del helicóptero presidencial con una edición de “El alquimista” bajo el brazo. Sharon Stone empezó a escribirle correos electrónicos. Pinochet, recluido en Londres, lo leía en busca de sosiego espiritual. Hugo Chávez era de sus lectores. Los libros de Coelho se encontraban tanto en los campamentos de Al Qaeda como en la prisión de Guantánamo.
La señal del fin de los tiempos se dio el día en que Coelho, antes un apestado por la academia, fue admitido como miembro de la Academia Brasileña de las Letras ocupando el lugar que antes había sido del poeta Machado de Assis. Para entonces su argumento volumétrico era aplastante: había vendido 180 millones de libros, traducidos a 73 idiomas en 170 países. Tenía 6,7 millones de seguidores en Twitter y 10 millones de amigos en Facebook.
Por eso Coelho sostiene que han muerto las jerarquías del pensamiento. Y con ellas ha muerto el intelectual, naciendo el interneutal (sic). El individuo hiperconectado, como él, que hace según lo que haga la mayoría. Y lo que la apesadumbrada mayoría desea, con todo el ímpetu del universo y sus astros revoloteando alrededor, es derrotar la miseria cotidiana de una manera mágica. Coelho sabe cocinar eso. Y le rinde.
Según propio cálculo del brasileño, Hemingway en sus mejores momentos, cuando escribía comisionado por la revista “Life”, recibía unos honorarios equivalentes a US$ 5 por palabra. Coelho, teniendo en consideración un texto de seis mil caracteres a cambio del cual Audi le dio un auto, cobra 16 euros por letra.
Su última novela es ya otro best seller asegurado. Se vende solo. En algo tenían que estar de acuerdo Dios y el diablo.
(1) “La espía”, Random House. Una biografía novelada de Mata Hart.