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“No miento, amo al Perú”: Imagine Dragons y un concierto en Lima elaborado al milímetro | CRÓNICA
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Antes de la primera nota ya había un gesto para el archivo: Dan Reynolds salió sosteniendo una bandera peruana, camisa blanca sin mangas —un bividí, diríamos aquí— y una sonrisa de jugador visitante que decide hablar el idioma local. Cantó “my passion is waiting / is this entertaining?” en “Bones” y el bividí no tardó en volar hacia el público; desapareciendo entre las manos de quien ahora lo guarda como un entrañable recuerdo de la noche del domingo en el Estadio San Marcos.
Luego de un par de temas habló de arroz con pato, del privilegio de estar aquí, y recitó un verso del poema de José Martí: “Yo soy un hombre sincero / de donde crece la palma, / y antes de morirme quiero / echar mis versos del alma”. Palabras que nunca Martí hubiera tan siquiera murmurado en un estadio peruano.

El resto del concierto fue ese guion que la banda ejecuta con disciplina de atleta. El escenario se abrió en cinco pantallas y el campo de flores proyectado contrastó con el olor real de otro tipo de naturaleza presente en el público. Reynolds no tardó en caminar, y a veces desfilar, por la pasarela, y tampoco demoró en bajar al pit para rodearse de quienes como paparazzis lo inundan con flashes.
El confeti empezó en el momento preciso del quinto tema, y lo que siguió fueron pelotas grandes impulsadas por las manos del público. Hubo bailes espontáneos —algunos de Tik Tok—, los clásicos celulares alzados y la sensación de que cada letra de cada tema fue memorizado por el público.

Noche de éxitos
Regresan al escenario principal. Dan Reynolds sostiene una maza gigante y posa para el público antes de dar el primer golpe al enorme bombo. Tres golpes bastan para entender que el siguiente tema es “Radioactive”. Los saltos no se hacen esperar, tampoco los carteles extravagantes donde, con plumones, los fans describen fantasías. Tras el furor del público, el vocalista se cuela en una segunda batería: demuestra que es mucho más que rutinas de gimnasio y una voz afinada. Finaliza con una baqueta lanzada que atrapa en el aire; la pirotecnia acompaña al milímetro.
Un silencio breve le sigue al estallido, y con él, un piano. Los primeros acordes de “Demons” suenan. Desde las tribunas, las linternas anuncian uno de los momentos más emotivos de la noche. En la pasarela, Reynolds camina con los brazos abiertos, esas poses involuntarias de fisicoculturista que se le escapan durante toda la presentación.

Vuelven los atisbos de un español que supera las cincuenta palabras aprendidas, aunque el inglés siempre complementa. “¿Sabían que tengo familia en Perú? Mi tío Chet está aquí esta noche. Familia, te amo”. Después se dio un tiempo para hablar sobre ese momento especial: “Es mi primera vez en Lima. Y mirenme a los ojos, no miento. Amo al Perú“. Se baja para buscar la respuesta del plato que le gusta entre el público, quienes le dicen que plato es. ”Es arroz con pato, no sé que sea realmente, pero esta bien”.
Tras un par de temas vuelve a hablar con el público, en inglés. “Escribo desde los 12 años y nunca pensé recorrer el mundo y conocer ahí a Perú. Hablamos diferentes idiomas, pero no somos diferentes. Ni la política ni la religión nos separa, somos uno, somos humanos. Ámense los unos a los otros”, expresó, para dar cierre con otra pose de revista.

Para no perder las costumbres de los conciertos memorables, lo absurdo apareció. Dos tiburones suben a la pasarela bailando al compás de Reynolds. Él les sigue el juego: uno medio desinflado, el otro comprometido con el ritmo. Luego llegaron dos más. Se mueven junto al cantante por la pasarela y el escenario, se arrodillan junto a él, los toma de la mano y aparece el último tiburón. Al finalizar la canción, uno de los tiburones lo mira fijamente; él ve detrás del traje. “Qué lindo tiburón”. Todos se quitan los disfraces, y aquella persona detrás del último lo abraza. Él la carga, y el estadio celebra como si fuera un gol.
Le siguen temas como “Enemy”, con fuego al borde del escenario. Los niños son alzados por sus padres, que no terminan de entender por qué esa canción —intro de la serie de Netflix Arcane— los conmueve tanto. En algunos casos fue el único motivo para ir, pero no para quedarse. Vuelve el estruendo de los tambores, las pausas dramáticas, los versos sueltos que estiran el deseo del coro. También, una lluvia de pulseras lanzadas a un Reynolds que se queda con un par.

Ya con gafas de sol y muñecas llenas de pulseras, el ambiente proponía el inminente fin del concierto. Luego de algunas palabras sobre el amor a su público, llegó “Believer” como debía: pólvora, más confeti, un grito que no sorprende pero igual sacude. Es fácil, allí, pensar en la ingeniería: el algoritmo del setlist, la economía de luces, la coreografía de la emoción. También es fácil conceder lo obvio: que miles cantando a la vez, aun pronunciando mal, producen algo parecido a la alegría.
Al centro, Reynolds hizo una última pose —escultórica, ligeramente ridícula, humana— y la banda se reunió unos pasos atrás, como recordándose a sí misma que, antes de todo, son un grupo de amigos tocando. No prometieron volver. Mejor así, haciendo gala de su propio nombre, donde su público deberá quizá imaginar una segunda oportunidad para verlos nuevamente.
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