El 28 de julio del 2021 se cumplen doscientos años de la proclamación de Independencia del Perú. Esta celebración es un excelente momento para que los peruanos reflexionemos sobre lo que aún nos falta por hacer como nación, pero también para conmemorar lo positivo y los retos superados. En esta edición, dos historiadores evalúan el progreso que hemos tenido desde el inicio de la república.
No tenemos que ser perfectos para ser buenos, por Mauricio Novoa
“No necesitamos ser perfectos para celebrar la extraordinaria historia del país en estos 200 años”.
En julio de 1821, la mayoría de peruanos posiblemente no querían ni la independencia ni la república, pero decidido el resultado en Ayacucho se pusieron a trabajar en la construcción de un país. Los compatriotas que estuvieron del lado del rey no fueron traidores. Sin necesidad de guillotinas ni comités de salvación pública, los antiguos oidores juraron lealtad a la nación peruana, los militares dejaron los estandartes reales y el clero prescindió del beneplácito de la corona para su nombramiento.
Apenas una década atrás, un descendiente de Túpac Yupanqui participaba de la asamblea constituyente de Cádiz. Como nuestros pares americanos y europeos, nacimos con un gobierno censitario, en donde solo un puñado de ciudadanos tuvo el derecho al voto, pero, a contrapelo del mundo, que vivía mayoritariamente en satrapías, tuvimos el coraje adoptar un régimen democrático. Durante los siglos XIX y XX, el derecho al voto y los derechos ciudadanos se fueron expandiendo casi en paralelo con las otras democracias en el mundo. Posiblemente fue un exceso de optimismo adoptar un Parlamento sin un poder moderador. Sin embargo, la aparición de grandes parlamentarios, pensadores y polemistas (reflejo de nuestra larga tradición universitaria), y una buena dosis de persistencia, terminaron por construir cultura política basada en la división de poderes.
En estos 200 años, nuestro ordenamiento legal posiblemente tenga un exceso de Constituciones, pero la regulación de nuestra vida cotidiana, definida por el ejercicio de la libertad, solo necesito de tres códigos civiles. Con algunas interrupciones en nuestra vida republicana, desde hace casi 500 años que la administración de nuestras ciudades se caracteriza por la rotación de los cargos y la elección de sus autoridades. La proclamación de nuestra independencia fue, esencialmente, una suma de proclamas de cabildos en todo el Perú.
Desde el siglo XIX, nuestros diplomáticos auspiciaron una mayor integración del continente y jugaron un papel central en las organizaciones internacionales. Si miramos hacia atrás, veremos que la mayoría de los habitantes del globo vivieron en satrapías hasta muy recientemente. Perú ha sido, en cambio, un país de términos medios. En comparación con otros países, nuestro siglo XX no estuvo marcado por autocracias, revoluciones, ni guerras sangrientas. Fuimos muy afortunados de escapar de un régimen maoísta.
Hemos florecido en una cultura mestiza, hecho muy poco común en los experimentos coloniales. Lo decía José de la Puente Candamo: cuando La Serna se embarcó de regreso a España en Islay, dejaba un Perú que Pizarro no hubiera reconocido. Cada vez que los peruanos levantamos una copa de pisco o de cañazo celebramos esta mezcla. Nuestra artista plástica más importante fue nikkei; en la cubierta del Huáscar murieron, lado a lado, afroperuanos y escoceses. Cosas como jugar fútbol, comer arroz chaufa o tomar cerveza se hicieron parte de nuestra vida cotidiana. La primera santa del continente fue mujer. Una cusqueña, descendiente de Túpac Amaru I, fue la primera mujer graduada en leyes en el Perú en 1878, mucho antes que cualquiera en América Latina; la Universidad San Antonio Abad admitió mujeres casi 100 años antes que Harvard.
Estamos lejos de ser un país perfecto, pero no necesitamos ser perfectos para celebrar la extraordinaria historia del país en estos 200 años.
Construyendo nuestra sociedad nacional, por Rolando Rojas
“El crecimiento del Estado, la modernización económica, la expansión de la educación y la reforma agraria afianzaron los procesos de integración”.
La república peruana cumple doscientos años. La generación que la fundó lo hizo con la promesa de constituirnos como nación, como una comunidad de ciudadanos, de individuos entrelazados por el ejercicio común de derechos políticos. Sin embargo, el desarrollo de nuestras instituciones fue un proceso complejo. Las disputas políticas no terminaban en el acto electoral, sino que se prolongaban en las calles y salones, en la forma de motines y conspiraciones.
Los numerosos golpes de Estado y las ocho Constituciones del siglo XIX ilustran suficientemente sobre la inestabilidad política. Con acertada observación, el historiador Cristóbal Aljovín denominó a esa época como una centuria de caudillos y constituciones. El Estado peruano fue una pequeña nave que se disputaron militares ambiciosos, acompañados por monteras populares. La preeminencia de los cuartelazos en nuestra vida política hizo que los procesos electorales no se consolidaran como las fuentes de la legitimidad de los gobernantes.
En este escenario, los lazos políticos que debían de constituirnos como una comunidad nacional no pudieron prosperar. La imagen de una colectividad que se reúne para elegir a sus gobernantes y que decide los destinos de la nación fue solo un sueño de los fundadores de la república. Y este sueño se abandonó en 1895, cuando las élites políticas, creyendo que con ello apaciguaban las revueltas de las provincias, restringieron el voto de los analfabetos, que en su mayoría correspondía a la población indígena.
Si bien esto significó que la política se constriñera a los salones de las élites, en las primeras décadas del siglo XX emergieron procesos sociales y políticos que generaron vínculos integradores entre los peruanos. Aparecieron así las primeras organizaciones gremiales y los partidos de masas, particularmente el APRA, que a través de la movilización popular tejieron lazos desde el mundo civil. Esto, sumado a la construcción de carreteras, las migraciones a las ciudades y la demanda de servicios públicos, presionaron sobre el Estado por políticas de integración social. Se desdibujaba así la imagen del Perú como un archipiélago social.
El crecimiento del Estado, la modernización económica, la expansión de la educación y la reforma agraria afianzaron los procesos de integración. En la segunda mitad del siglo XX, tanto por las movilizaciones populares como por la acción del Estado, entró en crisis el viejo orden oligárquico. El Perú adquirió los contornos de una sociedad nacional. Tal vez, la mejor imagen de este proceso sean los intensos flujos de intercambios entre lo rural y lo urbano, tanto de bienes materiales como culturales, que caracterizan al Perú actual.
Este proceso de integración social se complementó con el otorgamiento del sufragio a los analfabetos en 1979. El retorno a la democracia, entonces, se produjo sobre nuevas y amplias bases sociales, con actores colectivos organizados y movilizados, muy distinta a la democracia del siglo XIX.
Por supuesto, este proceso de integración ha sido incompleto y conflictivo, pero los logros obtenidos nos permiten mirar al Perú del bicentenario con optimismo.
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