El río que sacude al Gabinete Jara y al gobierno de Ollanta Humala arrastra piedras nuevas. Si tras serle denegada la confianza al Gabinete Cornejo el ‘impasse’ pudo salvarse en cuestión de horas, el entuerto actual necesitaría de una semana, por lo menos, para resolverse. Aquella vez la opinión pública cohesionada y una entrevista matutina a Mario Vargas Llosa llamando a la cordura destrabaron la situación.
Hoy la cosa tiene otro color. El Gobierno yace entre culposo y pusilánime, y la oposición, envalentonada. De pronto, se hace público sin rubor el cálculo de la oposición: “Tumbémosle los gabinetes a Humala, no pasará nada, no convocará a elecciones porque su bancada se reduciría y, si lo hace, nosotros meteríamos más congresistas de los que tenemos actualmente”. Así, la oposición política y mediática van calentando el ambiente y arrejuntando huevos en la canasta del corto plazo.
Sin embargo, y es lo importante, la estrategia de confrontación no es novedosa por su lógica política, sino porque, por primera vez, la oposición parece dispuesta a efectuarla. La estrategia, en realidad, hubiera podido aplicarse contra los gobiernos de Alejandro Toledo y de Alan García. Al igual que Humala, sus cuotas de popularidad eran exiguas y unas elecciones adelantadas hubieran reducido sus bancadas a medio mandato. Unas elecciones en el 2004 hubieran desaparecido la bancada de Toledo y otras en el 2009 habrían dejado al Apra con la escuálida bancada que posee hoy. Entonces, aunque la oposición a aquellos gobiernos hubiera podido coludirse para poner contra las cuerdas a alguno de sus gabinetes, nunca apostaron a ganarse alguito con su caída. ¿Por qué hoy sí se considera la estrategia que antes solo era teoría?
Aunque se leen a diario análisis que personalizan responsabilidades, el entrampamiento es menos una novedad que la radicalización de aquello que nos ha acompañado en las últimas dos décadas: la levedad de la política. Levedad que se ha hecho insoportable. Si la ausencia y/o debilidad de partidos, sindicatos y hasta de políticos facilitó el crecimiento económico, ahora es responsable de la desaceleración y de un ‘impasse’ político que puede terminar en crisis. La levedad de la política se agudizó hasta hacerse insoportable para la economía, la democracia y la sociedad.
El Gobierno es la primera manifestación de esto, aunque no la más grave. Es un gobierno deprimido, sin convicciones y con una bancada parlamentaria entre aletargada y llena de potenciales desertores. Como le sucedía a Toledo, Humala sabe que tantos problemas como la oposición los trae una bancada propia de ‘amateurs’ inorgánicos. Fernando Rospigliosi afirma en este Diario que el Gobierno no sabe ceder y que está acostumbrado a hacer lo que le da la gana como en un cuartel. ¿En serio? ¿Hay algún otro gobierno latinoamericano que haya cedido más en sus propuestas que el de Humala? La falencia principal de este gobierno es su precariedad depresiva, no su fortaleza bravucona.
Pero la miseria política peruana despliega todo su esplendor en el Congreso y en la oposición particularmente. ¿A qué se oponen nuestros parlamentarios? ¿A algo de la mayor trascendencia como para meter al país en un limbo institucional? No: rencillas personales, intereses calatos que ni siquiera son disfrazados de ideología y se piden cabezas aunque no se propongan ideas para reemplazarlas. Y todo esto al amparo del subterfugio leguleyo de la “abstención”, recurso ideal para el político de poca monta. Repito: la situación por la cual un congreso fragmentado puede poner en problemas a un Ejecutivo débil no es novedad; lo es, en cambio, que la levedad política haya llegado a tal punto que aquello que antes daba vergüenza por cortoplacista y chavetero hoy se considera legítimo. Y la cosa solo va a empeorar. Y quienes deberían poner paños fríos en sus huestes, Alan García y Keiko Fujimori, alientan la chatura.
El Gobierno de Toledo y el de García fueron una anomalía en la historia política peruana donde lo usual fue siempre que un presidente sin mayoría en el Congreso fuera expelido del cargo por un golpe de Estado germinado al calor de las desavenencias entre el Ejecutivo y Legislativo. Hoy nadie dará un golpe de Estado, pero nuestros ligeros políticos deberían dejar de jugar con los dados del deterioro democrático. Aunque tal vez, simplemente, no puedan actuar de otra manera porque jamás construimos las instituciones que obligan a que los actores piensen en términos de colaboración y largo plazo. Y ahí, entonces, la culpa es de todos nosotros.