
La dinámica de polarización y confrontación en nuestras élites no se expresa solamente en el ámbito de la política, sino también, y cada vez más, en el de la cultura.
Es una verdad de Perogrullo señalar que en nuestras sociedades, por definición plurales, existen diferentes culturas, ideologías, puntos de vista e interpretaciones sobre los diversos temas de interés público, que se encuentran en tensión o en conflicto. Junto con el orden democrático viene la necesidad de convivir con valores y preferencias diferentes a las de uno. La norma democrática es más o menos clara: es esperable que diferentes sectores busquen defender sus puntos de vista, contradecir los de otros, y persuadir y conquistar a indecisos; pero, para que esto funcione, deben respetarse mínimamente y tolerarse puntos de vista diferentes. También, para que no todo sea confrontación, necesitamos coincidir y encontrarnos en valores y principios comunes fundamentales.
Desde la segunda mitad de la década de los 70, en el mundo en general se registraron cambios en un sentido democrático. Las élites políticas, sociales, intelectuales, los principales gobiernos del mundo, los organismos internacionales, las iglesias, asumieron la democracia como referente para estructurar el orden político y, por lo tanto, sus valores fundamentales: el respeto a los derechos humanos, la libertad, la tolerancia, el pluralismo, la resolución pacífica de los conflictos, entre otros. En este contexto, las izquierdas revolucionarias asumieron que debían abandonar estrategias insurreccionales para llegar al poder y que debía sustituirse la lucha armada por la lucha en el terreno de las ideas. Para esto, al menos para la izquierda latinoamericana, el redescubrimiento de Antonio Gramsci (1891-1937) permitió superar el paradigma leninista e integrar a la izquierda al mundo democrático. En otras palabras, el paradigma democrático, esencialmente liberal, implicó la derrota del pensamiento insurreccional revolucionario.
Con el tiempo, en nuestras democracias, pasamos de tener conflictos solamente alrededor de asuntos materiales (salarios, condiciones laborales, pobreza) a tener también conflictos alrededor de temas identitarios (equidad, respeto y lucha contra la discriminación sexual, racial, de género) y de reivindicación de estilos de vida alternativos, donde, por ejemplo, la defensa de la naturaleza y del medio ambiente adquieren especial relevancia. Así, se formó, dentro del marco democrático, cierto sentido común liberal-progresista con cierto predominio en las últimas décadas.
Dentro de este sentido común, valores conservadores tradicionales se encontraron relativamente a la defensiva. Pero conforme el sentido común progresista empezó a desgastarse, sectores conservadores asumieron que debían pasar a la ofensiva. Que para las derechas no solo se trataba de defender sus intereses materiales (que nunca fueron cuestionados del todo), sino, fundamentalmente, sus valores. Poco a poco, la derecha también “redescubrió” a Gramsci y la importancia de la lucha y la búsqueda de hegemonía en el terreno de la cultura. El problema es que la nueva derecha asume la lucha cultural como una “batalla”, con una lógica más de guerra, en la que se trata de generar identidad mediante el recurso de construir un “enemigo” con el que no se puede conciliar, por lo que correspondería “destruirlo”. Más Carl Schmidt que Gramsci, en términos teóricos. En otras palabras, se trata de una estrategia claramente autoritaria, que se aleja del consenso democrático sobre el que se fundamenta nuestra comunidad política.
Seguiré con el tema.