En tiempos recientes, la imperfecta democracia peruana ha sido objeto de alusiones de medios de comunicación, académicos y actores políticos. La mayoría proyecta una sensación de justificada alarma, acorde con el desequilibrio de poderes que favorece al Legislativo. Como muestra, la dramática portada de un medio de circulación nacional titulaba: “Empezó el fin de la democracia en [el] Perú” (La República, 6/6/2024). La publicación hacía referencia a varias medidas aprobadas en el último tramo de la actual legislatura.
Por su parte, Alberto Vergara y Rodrigo Barrenechea anuncian la aparición de su más reciente compilación, cuyo título (“Democracia asaltada”) resume un pensamiento muy extendido: el sistema político, tomado por distintos grupos de interés, es utilizado para empujar sus objetivos. De hecho, su subtítulo apunta en esa misma dirección y proyecta sus implicancias para la región: “el colapso de la política peruana (y una advertencia para América Latina)”.
Finalmente, el exministro y excongresista Gino Costa, en colaboración con Carlos Romero, presentará pronto “La democracia tomada”, un “ensayo de interpretación sobre el fallido gobierno de Pedro Castillo”, que “analiza las condiciones de su sorpresiva victoria y de su desesperado final”.
Pero no todas las alusiones a la democracia traen denuncias o alarmas. El canciller Javier González-Olaechea señaló, en el contexto del allanamiento de la casa y del despacho de la presidenta Dina Boluarte, que “la democracia resiste” (Andina, 31/3/2024). Reaccionaba así al impacto de la noticia en el exterior, indicando que se informaría a la comunidad internacional de tal resiliencia. Debe colegirse que, para González-Olaechea, la democracia está representada por la permanencia de Boluarte en el cargo.
Pero ¿cuál es el estado real de la democracia peruana? ¿Está más cerca de la alarma y la alerta o de la complacencia y el alivio? De momento, no es similar a la década de 1990. Por entonces, se discutía si el régimen autoritario con fachada democrática era una democradura o una dictablanda.
Es evidente que la democracia enfrenta una crisis que parece estar lejos de solucionarse. De hecho, en su vida republicana, el país ha experimentado poquísimos momentos de democracia plena. Ciertamente, el presente es crítico: fragmentación, desafección, corrupción, penetración de economías ilícitas, uso de las instituciones por quien ejerce el poder e inequidad son algunos de los males que nuestro sistema político enfrenta. El alivio o la complacencia, entonces, parecen estar fuera de lugar.
En dicho contexto, el comportamiento frívolo e irresponsable de un amplio sector de la clase política plasmado en la aprobación de legislación sin sustento técnico o en la abdicación de sus responsabilidades echa más leña al fuego. ¿Para qué preocuparse si la democracia resiste? ¿Será eso lo que estarán pensando?