(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Javier Díaz-Albertini

“I love the poorly educated!” (“¡Amo a los pobremente educados!”) dijo Donald Trump en 2016 cuando ganó las primarias para la candidatura del Partido Republicano en Nevada. Se refería a los que se estaban convirtiendo en su base electoral más fuerte: la población blanca sin educación superior. De acuerdo con encuestas en las elecciones legislativas del 2018, el 61% de esta población votó por los republicanos, mientras que solo el 37% por los demócratas (“The Atlantic”, 2018).

Como bien explicó Eduardo Dargent en su columna en este Diario (07/11/2020), en esos momentos la estrategia de Trump no era ampliar la base electoral republicana que se estaba reduciendo por cambios demográficos (país más urbano, educado, inmigrante, afro e hispano). Por el contrario, buscó fanatizar a los incondicionales para que salieran a votar en masa.

Esta estrategia de “menos es mejor” funciona por el sistema de colegio electoral que beneficia a los estados rurales con menor población. Solo para que se tenga una idea, el diario “The Guardian” calcula que 22 estados con una población combinada de 37,8 millones cuentan con 96 votos electorales, mientras que California con una mayor población (39,5 millones) solo cuenta con 55 votos. ¿Y adivinen quién ganó una buena parte de estos estados despoblados pero sobrerrepresentados?

Es importante señalar que el antiintelectualismo está fuertemente arraigado en la cultura estadounidense. En sus primeros años como democracia, el sufragio estaba abierto a todo hombre blanco propietario de tierra. Ya para 1868, eran ciudadanos todos los blancos nacidos en el país o nacionalizados. No había limitación alguna con respecto al nivel de educación obtenido. La mayoría de la población era rural y con poca educación formal. Preferían las técnicas que surgían de la práctica misma y desvalorizaban a los que solo aprendían de los libros. Eran conscientes de que su estatus ciudadano lo igualaban con los educados.

El genial científico y escritor Isaac Asimov llamaba este sentimiento como el “culto a la ignorancia” y escribió que es “… promovida por la falsa idea de que la democracia consiste en que ‘mi ignorancia es tan válida como tu conocimiento’” (1980). No debe extrañar que –según un informe de la National Science Foundation (2014)– el 26% de los estadounidenses todavía piensan que el sol da vueltas a la Tierra (geocentrismo), el 52% no creen que el ser humano evolucionó de otras especies animales y el 61% no sabe de la teoría de la gran explosión (‘Big Bang’).

Hace dos meses escribí sobre cómo Donald Trump utilizaba el miedo para cosechar el apoyo ciudadano, especialmente de este grupo de estadounidenses. También hice hincapié en que esta estrategia solo funcionaría para la reelección si lograba mantener el apoyo de su base, a la vez que no alejaba a republicanos e independientes moderados de mayor educación.

En tiempos normales, con una economía en crecimiento, quizás hubiera funcionado esta estrategia. La pandemia, no obstante, lo puso entre la espada y la pared. Acciones oportunas contra el COVID-19 hubieran significado enfrentarse a bases negacionistas, contrarias al confinamiento y a lo recomendado por los expertos en salud pública.

¿La incapacidad de cambiar rumbo ocurrió porque Donald Trump es un obtuso cuyo narcisismo no le permitió reconocer errores y enmendar rumbos? Quizás parcialmente, pero como buen narcisista también le gusta ganar, y perder resulta no solo inaceptable, sino impensable. Para ganar necesitaba cambiar en algo el discurso y las actitudes: tranquilizar a los republicanos moderados, atraer a los independientes centro-derecha, ganarse el voto de mujeres conservadoras con educación universitaria que reaccionaban contra su misoginia chabacana. Pero no pudo escapar del cerco creado por su propio populismo.

Me hace recordar la dialéctica “amo-esclavo” del filósofo Friedrich Hegel. El dominio de Trump dependía cada vez más de seguidores descabellados. Él mismo se convirtió en caja de resonancia de absurdas conspiraciones y de discursos extremistas que surgían de sus díscolas bases. Y si se navega en esas aguas, no hay muchas posibilidades de cambiar de rumbo. En vez de liderar a su séquito, ha terminado dependiendo de la insania, atrapado en una realidad alterna.