Quienes comentamos los sucesos políticos solemos, para dar sustento a nuestros análisis, relacionarlos con tendencias estructurales. De esta manera, no se trataría de sucesos anecdóticos, sino de una expresión de fuerzas más profundas. Veríamos “la punta de un iceberg”. El problema es que la coyuntura peruana es muy cambiante y contradictoria. Por consiguiente, la apelación a lo estructural hace que parezca que hablamos de países diferentes. En realidad, la estructura no cambia tanto, lo que ocurre es que solemos errar en nuestros juicios, ya sea por subestimar o por sobreestimar ciertas tendencias.
Algunos ejemplos: entre agosto y setiembre, durante las peores semanas de la emergencia sanitaria, para explicar por qué el COVID-19 nos había golpeado tan duro muchos apelaban al hecho de que décadas de neoliberalismo habían generado un sentido común individualista, poco solidario y desapegado de los asuntos públicos, cuyos rasgos eran especialmente notorios en los jóvenes urbanos. Pero después de las masivas movilizaciones de noviembre, decimos, por el contrario, que se trata de una generación con interés y con ansias de participar en los asuntos públicos, con un alto sentido crítico, del que cabría esperar una renovación en el liderazgo político futuro.
Otro ejemplo: durante años hemos dicho que, en el Perú, los altos niveles de informalidad y la debilidad del mundio gremial y organizado en general hacían que nuestro país no fuese comparable con sus vecinos, en los que las movilizaciones sociales llegaron a tener grandes impactos políticos, originando incluso la caída de gobiernos y el logro de demandas como nuevos procesos constituyentes. Ahora, después de las movilizaciones de noviembre y de la derogatoria de la ley de promoción agraria, parecería que estuviésemos ante una suerte de “despertar” de la movilización y protesta ciudadana, con una capacidad de organización y acción colectiva que no reconocíamos antes.
Un último ejemplo, también de la esfera política: durante años dijimos que la debilidad de los partidos políticos, su personalismo, cortoplacismo y su desdén por asuntos programáticos y por políticas públicas específicas habían generado un espacio para que tecnócratas y redes de expertos lograsen una inesperada infuencia en la toma de decisiones en algunas áreas. Ahora, esa misma debilidad partidaria explica lo contrario: la mezcla entre “buenas intenciones” y el desconocimiento o desdén por las razones tecnocráticas de parte de los grupos representados en el Congreso han abierto la puerta a un desborde populista.
Así, no deberíamos dejarnos llevar tan fácilmente por lo que parece novedoso, aunque sí habría que reconocer las señales de cambio. Por supuesto, esto es fácil de decir, pero difícil de hacer. No creo que estemos ante un cambio sustantivo en la dinámica del conflicto y la protesta social. En realidad, en los últimos 20 años hemos convivido con grandes –pero episódicos y relativamente focalizados– eventos de protesta, capaces de ejercer cierta fuerza de veto frente a algunas políticas públicas. Alejandro Toledo, por ejemplo, tuvo su ‘Arequipazo’; Alan García, su ‘baguazo’; y Ollanta Humala, su Conga. Respecto a las movilizaciones de noviembre, de las más grandes en la historia reciente, cabe preguntarse si podría repetirse fácilmente la constelación de factores que la hicieron posible y que alimentaron su magnitud y contundencia. Esto no significa que una experiencia tan significativa no deje huella en cuanto a nuevas formas de organización y expresión de las protestas sociales.
En lo político, sí podríamos estar ante cambios de fondo. No es novedad que haya partidos con plataformas populistas; pero es cierto que, después de la crisis política del período 2018-2019, esa audiencia parece haber crecido. Además, la gran novedad es que partidos que en el pasado eran guardianes de la ortodoxia, o que expresaban formas moderadas de populismo, ahora abrazan abiertamente estas posturas, como Fuerza Popular o Acción Popular. También es nuevo que, en el campo de la derecha, un sector importante haya tenido un giro profundamente conservador, por el cual no teme aliarse con sectores populistas y de izquierda en su crítica a presidentes moderados como Martín Vizcarra o Francisco Sagasti. Seguiré con el tema.