En Guatemala, El Salvador y Honduras viven cerca de 34 millones de personas. Latinoamérica y el Caribe tienen 658 millones de habitantes. Los problemas de estos países centroamericanos son enormes. Los del resto de América Latina son aun más graves.
Hasta ahora, Joe Biden y su equipo solo han tenido tiempo para atender la grave crisis migratoria producto de la oleada de centroamericanos que buscan refugio en EE. UU.
Biden conoce bien la situación de Centroamérica ya que, en 2014, el presidente Obama lo encargó de manejar la crisis migratoria. Esa tarea permitió al entonces vicepresidente adentrarse a fondo en el problema.
Apenas Donald Trump llegó a la Casa Blanca revirtió los progresos –ciertamente magros– que había logrado Biden y se concentró en construir un muro entre México y EE. UU.
Ahora, ya como presidente, Biden enfrenta el mismo problema. Los costos políticos en EE. UU. del caos fronterizo son significativos y, por lo tanto, contener la crisis es una prioridad que acapara la atención de la Casa Blanca.
¿Y para el resto de América Latina y el Caribe? ¿Cuál es la política de Estados Unidos? No sabemos.
Esta desatención del gobierno estadounidense hacia sus vecinos del sur ha sido la norma durante décadas. Estados Unidos siempre tiene problemas más graves y urgentes de los que vienen de América Latina. Pero, quizá, en estos tiempos ignorar las crisis latinoamericanas puede resultar más oneroso de lo que fue en el pasado.
América Latina no está teniendo un buen siglo XXI. Los dos gigantes de la región –Brasil y México– están en manos de populistas enamorados de malas ideas. Practican con fruición la necrofilia ideológica: el amor ciego a ideas ya probadas que siempre fracasan.
A medida que los partidos políticos de la región se atrofian y las economías se hunden, la democracia peligra. En Perú, dos abominables candidatos se enfrentarán en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales. En Ecuador, un presidente electo que parece sensato enfrentará a un Congreso fragmentado y corrupto que le hará muy difícil gobernar. El Chile políticamente estable de las últimas décadas, ya no lo es, y Argentina sigue siendo Argentina pero peor. Brasil se prepara para el choque de titanes populistas: Bolsonaro vs. Lula.
Mientras la política fracasa y los políticos se insultan, América Latina, con solo ocho por ciento de la población del mundo, tiene el 28% de las muertes globales por coronavirus.
En otra época, en Estados Unidos, un gobierno demócrata de centro habría intentado dinamizar las economías y buscar formas de proteger la democracia. Estimular el comercio entre América Latina y EE. UU., por ejemplo, es una idea válida que hoy ni siquiera se menciona. El ánimo antiglobalización imperante en el partido demócrata lo impide. Rompiendo con una tradición de tres décadas, el presidente Biden ni siquiera ha solicitado al Congreso (controlado por su partido) que le de la autoridad para negociar acuerdos comerciales con otros países. Un tratado de libre comercio entre EE. UU. y Brasil, al cual podrían unírsele otros países, tendría un inmenso impacto positivo. Pero nadie cree que sea factible.
En Nicaragua y Venezuela, países donde la democracia ha dejado de existir, el equipo de Biden aún no ha ofrecido nuevas ideas.
La realidad es que Washington ha abandonado a Latinoamérica en la pandemia. Hasta sus aliados tradicionales se ven obligados a negociar vacunas rusas y chinas. Por su parte, Moscú y Beijing están aprovechando al máximo la oportunidad que les abre el desinterés de Washington. El Gobierno de Biden se ha reducido a advertir a sus aliados regionales sobre lo inaceptable que es la adopción de la tecnología Huawei para el desarrollo de sus redes 5G. Mientras tanto, China coloca sus vacunas en millones de brazos en la región.
Las democracias latinoamericanas están siendo sometidas a duras pruebas. Líderes con propensiones antidemocráticas ahora dirigen no solo a Brasil y México, sino también Argentina, Bolivia y pronto también a Perú. En Colombia, a más de un año de las elecciones, un candidato de extrema izquierda lidera las encuestas. Así, el aliado más firme de Estados Unidos en la región podría dejar de serlo.
Esto debería alarmar a Washington. Después de todo, si el fracaso de tres pequeños estados en el extremo norte de América Central puede generar tanto caos en su frontera sur, no es difícil imaginar lo que podría suceder si lo mismo ocurre en los países más grandes. Venezuela, con los casi 6 millones de emigrantes que ya ha generado, debería servir de lección: las democracias grandes también pueden colapsar y desestabilizar al resto de la región.
La crisis de Centroamérica, sin duda, necesita ser atendida. Hay que reducir las fuerzas que llevan a familias enteras a abandonar a su país o a enviar solos a sus pequeños hijos en una travesía peligrosísima.
Pero atender la crisis centroamericana no puede ser hecho a expensas de ignorar la crisis latinoamericana.
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