
Mi pasado está lleno de jardines. No tanto de jardines públicos, como sí de jardines caseros: con su flora variada y aromática, con su fauna de petirrojos, grillos y chanchitos de tierra. Tengo como inolvidable, por ejemplo, el jardín de mi abuela, la Mamina, la madre de mi padre, ama y dueña del primer piso de la casa miraflorina donde crecí. Mis recuerdos de entonces son borrosos, pero en mi mente ella aparece –cabeza cana, gruesos anteojos, vestido negro, chancletas– sacudiendo una manguera entre geranios, helechos, enredaderas. A su costado, Tembo, el perro –puedo verlo– husmea y arranca puñados de pasto con el hocico.
Más inolvidable todavía es el jardín de mi segunda casa, la de Monterrico. Esa casa aún existe, aunque amputada, ya que por necesidad vendimos el terreno en donde antes se extendía el jardín: un prado verde, inmenso, con su escenografía de palmeras, higos, manzanos, limones, ficus y cientos de margaritas en cuyo centro aterrizaban las abejas como si fuesen helicópteros enanos.
Desde que nos mudamos a ese caserón mi mamá asumió el cuidado del jardín con incalculable dedicación. Si hay una imagen suya que persiste ferozmente en mi memoria es esa: mi mamá regando las plantas durante horas, hablándoles, aconsejándoles como si ellas pudieran escucharla, domesticándolas como quien educa a una mascota, con un cariño entre maternal, histriónico y botánico.
Debido a ese raro vínculo emocional, el jardín siempre fue el más acertado termómetro y retrato del genio de mi madre. Cuando llegaba a la casa después del colegio, bastaba con mirar el jardín para saber con qué humor nos esperaba la vieja. Si encontraba el césped recortado, si las rosas habían brotado, si las lilas y buganvillas resplandecían coquetas, lo más seguro era que mi mamá estuviera chispeante, cantarina, rezumando un talante delicioso, silbando canciones de Roberto Carlos. Por el contrario, si al llegar a casa notaba que el pasto lucía amarillento, los gladiolos opacos y las cucardas cabizbajas, había que esconderse: la vieja estaba envenenada por la cólera y no había modo de aguantarla.
Muchas veces ese jardín nos enfrentó. El problema era que allí donde mi mamá veía un huerto sagrado, un parque natural, un preciado vivero que había que abonar y proteger con absoluto celo ecologista, yo veía una magnífica cancha de fútbol en la que podía entrenar al Franco Navarro en el que ansiaba convertirme. Nuestra diferencia de percepciones era insalvable. Mientras para mi mamá su jardín era más o menos la reserva del Manu en miniatura, para mí era el Lolo Fernández.
Cada vez que estropeaba a pelotazos uno de sus arbolitos enclenques, torciéndolos sin querer y condenándolos a una muerte prematura, ella se levantaba de donde estuviese, blandiendo una correa, una chancleta, una revista Hola. “¡Las plantas, carajo, cuántas veces te he dicho que tengas cuidado con las plantas!”, vociferaba, indómita, dando inicio a una implacable persecución alrededor de los columpios, la terraza y la piscina. Yo, que sufría de asma, de pronto me detenía detrás de una palmera, jadeando, pidiéndole por favor una chepa, una tregua, un armisticio. A veces incluso me rendía clamando por su indulgencia. Pero ella –terca, castigadora– jamás disculpó las involuntarias agresiones que le infligí a sus plantas quebradizas. Mi mamá defendía su jardín como si se tratara, no de un lotecito de tierra, sino de un hijo minusválido.
Creo que nunca se lo he aclarado cara a cara, pero quiero que sepa que yo también apreciaba esa chacra; digo, ese jardín. Lo adoraba. Era un refugio, el pulmón de la casa, un gimnasio de la libertad. Disfrutaba enormemente correr, revolcarme y ensuciarme ahí, entre la hierba crecida. Lo que no soportaba eran esas plantas adefesieras de nombres raros que, desde mi insensible punto de vista, no servían para nada. Para nada, salvo para demarcar los arcos y los límites de la cancha imaginaria en la que eduqué porfiadamente al futbolista ratonero que jamás llegué a ser. Sí, eso eran las plantas de mi madre para mí: palos, travesaños, banderines de córner, inmóviles jueces de línea. Y las plantitas que estaban a un costado, enterradas en macetas de barro o de cerámica, eran los estáticos barristas que miraban desde la tribuna mis evoluciones peloteras.
Eso a mi mamá le parecía insultante. Por eso, mañana, si el delivery no falla, le llegará, entre las nueve y las dos, el ramo de flores que acabo de comprarle por Internet. No solo será una forma de saludarla a distancia por el Día de la Madre, sino de indemnizarla por los daños provocados en esos jardines del pasado que ella, entre sueños, sigue regando.

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