Norma Correa Aste

Durante este milenio, la evolución de la ha transitado por cuatro momentos. Primero, experimentamos una notable reducción de la pobreza monetaria: de tasas cercanas al 60%, los promedios nacionales se redujeron entre 21% y 20% hacia mediados de la década del 2010, resultados que colocaron al Perú como un caso de éxito en el ámbito internacional. El crecimiento económico, la expansión de la inversión y del empleo, así como las mejoras en la capacidad estatal (servicios públicos y programas sociales) fueron decisivos. A pesar de estos innegables avances, persistieron severas brechas que configuraron trampas de pobreza; por ejemplo, en zonas altoandinas y en contextos indígenas andinos y amazónicos. Por otro lado, si bien en estos años se expandió la clase media, paralelamente se configuró un sector muy vulnerable: ciudadanos con ingresos por encima de la línea de la pobreza, pero con condiciones de vida muy precarias (trabajo inestable, sin vivienda, sin acceso a seguro de salud, etc.). Diversos indicadores sociales alertaban sobre esta situación, pero fueron minimizados.

Entramos a un segundo momento entre los años 2015 y 2019: se desaceleró el ritmo de reducción de pobreza y los promedios nacionales no variaron de manera significativa, lo que coincidió con el enfriamiento de la economía. En el 2018, las cifras oficiales reportaron un incremento en el promedio nacional de pobreza (del 20,7% al 21,7%), explicado por el crecimiento en Lima Metropolitana. Esta alerta también fue minimizada, a pesar de ser la primera vez en que la pobreza monetaria aumentaba en una década.

Durante los años de pandemia, enfrentamos un grave retroceso en la reducción de pobreza, afectando al 30% de la población. En el 2020, retrocedimos lo avanzado en diez años. A la crisis sanitaria generada por el COVID-19 se sumaron la inflación, el encarecimiento del precio de alimentos y la escasez de fertilizantes, lo que generó una emergencia alimentaria de la que aún no nos hemos recuperado. Si bien en el 2021 la pobreza se redujo (25,9%) como efecto de la reactivación económica, no se recuperaron los niveles prepandemia. Aquí ubicamos una alerta adicional, también minimizada en su momento.

Hoy la tendencia al alza de la pobreza es innegable. En el 2022, la pobreza se incrementó en 16 departamentos y afectó a más de nueve millones de ciudadanos. Las cifras oficiales correspondientes al 2023 serán publicadas por el INEI entre abril y mayo de este año, como es habitual. Sin embargo, diversas estimaciones independientes (Macroconsult, BBVA, BCP, etc) coinciden en que la pobreza se incrementará.

Por otro lado, el patrón de pobreza peruano se ha complejizado. Además de la tendencia al alza de la pobreza monetaria, coexisten dos problemáticas: el recrudecimiento de la pobreza extrema en ámbitos rurales –donde confluyen múltiples brechas y desigualdades históricas– y el aumento de la pobreza urbana. Aproximadamente el 70% de los pobres monetarios en el ámbito nacional se encuentra en las ciudades, pero múltiples indicadores alertan sobre el grave deterioro de las condiciones de vida en zonas rurales.

Empezamos el nuevo año sin tener claridad sobre cómo el Gobierno enfrentará el previsible incremento de la pobreza y el recrudecimiento de las condiciones de vida en los sectores más vulnerables. Más allá de anuncios puntuales y discursos bienintencionados, urgen soluciones de política pública integrales que aún no están a la vista, a pesar de haber transcurrido 12 meses del inicio de la gestión de la presidenta Dina Boluarte. Preocupan la falta de sentido de urgencia de la clase política, así como el desorden e inercia que se perciben en la administración pública.

Si como país seguimos ignorando las alertas que nos brindan la evidencia cuantitativa y cualitativa sobre el deterioro de las condiciones de vida de millones de peruanos, corremos el riesgo de que la tendencia al alza de la pobreza se profundice y se vuelva irreversible. No será posible retomar la senda de reducción de pobreza si no se recupera el ritmo de crecimiento económico, se impulsa la generación de empleo y se realizan mejoras urgentes en servicios públicos claves para el desarrollo humano (educación, salud, programas sociales).

Es necesario poner el foco en las acciones que se realizan “en nombre de la pobreza” desde el Ejecutivo, el Legislativo y los gobiernos regionales para garantizar su efectividad, optimizar el uso de los recursos públicos y evitar el uso clientelar de la asistencia social. Ya no es tiempo de anunciar “políticas” o “planes”, sino de garantizar su efectiva y oportuna implementación. La Política Nacional de Desarrollo e Inclusión Social, aprobada hace un año por la presidenta Boluarte, tiene como meta reducir la pobreza monetaria al 15% en el 2030, lo que no ocurrirá si continúa el piloto automático en las políticas públicas.

Norma Correa Aste es Profesora e investigadora en la Pontificia Universidad Católica del Perú

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