En la literatura política no hay una definición rigurosa de populismo. Por lo general, este concepto se refiere a movimientos políticos que se inspiran en la tradición e historia de un pueblo al que se le considera depositario de unos valores exclusivos que son específicos, permanentes y positivos. Para el populismo, el pueblo es fuente de inspiración y objeto constante de referencia. Pero, además de esta creencia, en la mayoría de populismos encontramos mezclados una serie de conceptos y prácticas: son predominantemente nacionalistas, caudillistas, tienden al autoritarismo, son excluyentes, xenófobos y cuestionan la democracia liberal.En el caso europeo, se ha tomado con alivio la derrota de los grupos populistas en Francia y Holanda, pero en otros países han surgido con fuerza. En Hungría y Polonia se ha producido lo que la periodista española Cristina Galindo llama una democracia legalmente amenazada por una contrarrevolución ideológica. Esta pone a prueba, según Galindo, la impotencia de Europa para atajar desmanes y excesos políticos que desafían el sistema (económico y democrático).La llamada “contrarrevolución cultural” es promovida por Viktor Orbán en Hungría y Beata Szydlo en Polonia. Se trata de una apuesta ideológica fuertemente nacionalista y populista. Ambos son enemigos de la democracia liberal, pero la utilizan no solo para llegar al poder sino para manipular a su favor algunas instituciones democráticas (como el Parlamento y el referéndum). La tendencia hacia el autoritarismo en el ejercicio del poder es cada vez más nítida.
Según la periodista Anne Applebaum, de “The Washington Post”, se trata de “una nueva forma de gobernar que no encaja con lo que se entiende como democracia liberal, pero tampoco puede decirse que es una dictadura, aunque puede ciertamente acabar ahí como ha pasado en Turquía y Rusia” (“El País”, 9/4/17). Sobre ello, tanto en Hungría como en Polonia, si la tendencia populista autoritaria se profundiza, podrían correr la misma mala suerte que Venezuela. Esto preocupa a la Unión Europea porque ambos países pertenecen a ella y esta se ha construido bajo los valores y principios de la democracia representativa. Pero la preocupación no es solo política, sino militar y económica. Polonia y Hungría son miembros de la OTAN y están financiados para que mejoren su desarrollo socioeconómico y equilibren su crecimiento al nivel de Europa occidental.También, en esos países, la prensa está amenazada por cuestionadas reformas legales y es permanentemente atacada desde el poder. Lo mismo ocurre con las ONG extranjeras.
Es conocido el caso de la ley aprobada por el Parlamento húngaro contra las universidades extranjeras a las que se les obliga a tener una sede en su país de origen, lo que forzaría el cierre del Centro de Estudios Europeos (CEU) fundado por George Soros para promover una educación liberal y progresista. En este centro educativo tuve la oportunidad de dictar una conferencia cuando estuve en Hungría en el 2004, gracias a las gestiones del embajador Guillermo Russo Checa, entonces jefe de nuestra misión diplomática en el país magiar.La desconfianza en lo extranjero ha aumentado debido a la huida de ciudadanos sirios de la guerra genocida en su país. La xenofobia y el odio a los extranjeros es parte del discurso político en Hungría y Polonia. A consecuencia de estas migraciones, se están cuestionando abiertamente los derechos humanos. Por ejemplo, desde el Centro de Derechos Fundamentales relacionados con el primer ministro Miklós Szánthó, se ha planteado poner límites al “fundamentalismo de los derechos humanos”, argumento que se utiliza para defender la rígida política antimigratoria impuesta en este país.Europa occidental se está salvando por el momento del tsunami populista, pero esto no sucede con sus socios de Europa central. Por lo menos no en el caso de Hungría y Polonia.