
Cuando actuamos con necedad, la historia se repite. En 1779, Ned Ludd, un aprendiz textil inglés, rompió un telar mecánico. La anécdota se convirtió en símbolo de resistencia contra la mecanización que amenazaba los empleos artesanales durante la Revolución Industrial. El movimiento ludita fue reprimido con violencia, pero dejó una lección. Cuando la innovación tecnológica se introduce sin un marco social justo, no florece el progreso, sino el conflicto.
Este escenario se podría dar en nuestro país, especialmente en el sur. La IA y la automatización prometen transformar la agroindustria. Ica, motor de exportaciones, es un claro ejemplo de cómo este cambio se vislumbra. Robots de cosecha, brazos de empaque, drones de fumigación y vehículos autónomos resultan ahora accesibles. Sus costos van desde US$20.000 hasta US$120.000, y el retorno de inversión se estima entre uno y cuatro años. En un terreno plano, con cultivos homogéneos y procesos repetitivos, la robotización no es una utopía sino una opción inmediata. Sin embargo, el progreso técnico puede chocar con la realidad social. El asentamiento de Barrio Chino, en Ica, nos recuerda esa tensión. Hoy carece de agua potable, desagüe y servicios básicos. Sus jóvenes trabajan en el campo bajo contratos precarios, tercerizados por servicios que no reconocen vacaciones ni seguridad social. En el 2020-2021, estas condiciones desembocaron en un paro agrario que bloqueó la Panamericana, dejó muertos y costó al sector agroexportador hasta US$40 millones por día, según ÁDEX. Si la conflictividad social se repite, las pérdidas superarían la rentabilidad proyectada de la automatización, además del costo social. Ahora, si la robotización desplaza jornaleros sin alternativas, el riesgo de un nuevo ludismo es real. Ello puede traducirse en bloqueos, violencia y pérdidas económicas que superan los ahorros esperados de la automatización. La indiferencia empresarial o la falta de regulación haría de la modernización un catalizador de inestabilidad.
La responsabilidad es compartida. El empresariado debe asumir que la transición tecnológica implica reconvertir oficios, capacitar en mantenimiento y supervisión de robots, y eliminar progresivamente la tercerización abusiva. El Estado debe crear incentivos fiscales vinculados a programas de formación laboral y fortalecer la fiscalización. Los sindicatos y la sociedad civil deben velar por un diálogo real que evite repetir la tragedia del 2020.
La robotización puede convertir al Perú en un referente agroindustrial competitivo y sostenible. Pero, como nos enseñó la historia de Ned Ludd, la modernización sin justicia social siempre termina saliendo más cara.

:quality(75)/s3.amazonaws.com/arc-authors/elcomercio/eb822c15-a442-43cd-b84e-6b1e1476f3c6.png)








