Editorial El Comercio

En los últimos días, distintas voces del Ejecutivo han vuelto sobre un tópico que el oficialismo agita cada vez que se siente más arrinconado que de costumbre: el del cierre del Congreso. Como se recuerda, en un esfuerzo por sostenerse en un cargo para el que nunca debió ser designado, el efímero presidente del Consejo de Ministros Héctor Valer se promocionó como la supuesta carnada que haría que la representación nacional gastara su primera negándole la confianza y poniéndose a un paso de ser disuelta. La bravata, desde luego, no consiguió su objetivo y pronto Valer tuvo que dejar la jefatura del Gabinete de forma bastante deslucida.

Ahora que el presidente enfrenta dos investigaciones fiscales por corrupción y una mayoría del Parlamento ha votado a favor de recomendar que se lo acuse constitucionalmente ante la Fiscalía de la Nación por delitos comunes, no es de sorprender que el tema haya vuelto a la palestra. Es de imaginar, además, que las múltiples denuncias por esas mismas razones que comprometen a su entorno más cercano y que ha alcanzado en la reciente encuesta nacional de El Comercio-Ipsos han pesado también en la renovada disposición bravucona del Gobierno.

El más explícito de los voceros de la amenaza sobre un eventual cierre del Congreso ha sido el ministro de Justicia, Félix Chero, quien curiosamente tendría que ser el primero en velar por el respeto de esta administración por el orden constitucional. Ante una pregunta sobre el particular en una entrevista en radio Exitosa, el ministro declaró ayer que él confiaba en que la próxima Mesa Directiva del Congreso generase “líneas de consenso” con el Ejecutivo. “De lo contrario […], ”, sentenció. Una aseveración que ni siquiera estaba motivada por el planteamiento de alguna cuestión de confianza que estuviera poniendo en juego la sostenibilidad de este Gabinete (lo que, como es de conocimiento público, solo si ocurriese en dos oportunidades, constituiría la única vía para disolver constitucionalmente la actual conformación parlamentaria). De su argumentación se sigue lógicamente que, si se planteara ahora una cuestión de confianza de las características antes señaladas, se trataría solo de un pretexto para llegar al fin mencionado. Por eso sus intentos de enmendar lo declarado originalmente resultan ahora inútiles.

En el mismo sentido, por otra parte, apuntaron las palabras del presidente Castillo durante una ceremonia pública en Ayacucho este sábado. “Ha llegado el momento de quitarles la mamadera para darle al pueblo”, dijo el mandatario. Y por si no hubiera quedado claro que se refería a los miembros de la representación nacional, añadió: “A esos zánganos políticos tradicionales que se involucran en otras cosas pensando a las dos o tres de la mañana para ver cuál va a ser el titular para atacar al Gobierno”.

¿Y cuál podría ser la “mamadera” que quiere quitarles a los legisladores, sino el sueldo que cobran mensualmente? Algo que solo se puede hacer cerrando el Congreso… Singularmente sintomática, además, es la justificación a la que el jefe del Estado ha recurrido para la medida cuya hora supone llegada: “atacan al Gobierno”. Una exhibición de reflejos totalitarios que podría figurar en el manual de procedimientos de las peores dictaduras del continente.

Todo esto dicho adicionalmente a menos de dos semanas de un mensaje por Fiestas Patrias para el que ha anunciado que habrá tiene el inequívoco sabor de una bravata que, como en los anteriores casos, solo revela lo arrinconado que el Gobierno se siente. Dudamos seriamente de que, más allá del entusiasmo que la idea pueda generarle, el presidente se atreva a ir adelante con un golpe al orden constitucional como el descrito. Pero de todas maneras es importante denunciarlo y permanecer atentos a lo que pueda tratar de impulsar desde el rincón en que se encuentra.

Editorial de El Comercio

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