La última declaración del presidente de Colombia, Gustavo Petro, sobre lo que ha venido ocurriendo en nuestro país desde el golpe de Estado de Pedro Castillo ha causado una reacción airada de la Comisión de Relaciones Exteriores del Congreso –que aprobó dos días atrás una moción para declararlo ‘persona non grata’–, pero en realidad es una manifestación de aquello que coloquialmente se denomina “llover sobre mojado”.
Esta vez, en alusión a la actuación de las fuerzas del orden frente al brazo violento de las protestas, el referido mandatario ha aseverado: “En el Perú marchan como nazis contra su propio pueblo, rompiendo la Convención Americana de Derechos Humanos”. Una sentencia en la que se sugiere que el restablecimiento del orden por parte del Estado encabezado legítimamente por la presidenta Dina Boluarte constituye un atropello semejante a los que perpetraban las tropas del dictador Adolf Hitler en la Alemania de la primera mitad del siglo XX.
La dimensión del embuste es tal que deviene casi ocioso desbaratarlo. ¿Es que acaso es “nazi” ejercer la autoridad que la Constitución le confiere al Gobierno ante partidas vandálicas que bloquean, destruyen e incendian propiedad pública y privada? ¿Qué habría sido lo democrático? ¿Dejarlos arrasar comisarías, aeropuertos, comercios y locales del Ministerio Público o el Poder Judicial? Como es obvio, no.
Es cierto que en estos poco más de dos meses se ha registrado un número espantoso de muertes durante las protestas (más de 60), pero también que estas se vienen investigando en la fiscalía que, incluso, le ha abierto una investigación a la presidenta Dina Boluarte.
Como decíamos, sin embargo, no estamos ante el primer bulo del presidente colombiano acerca de la circunstancia que se vive en el Perú. Un día después de producido –y conjurado– el golpe, Petro divulgó un tuit en el que sostenía que Castillo “por ser profesor de la sierra y presidente de elección popular fue arrinconado desde el primer día”. Para luego añadir: “No logró la movilización del pueblo que lo eligió, se dejó llevar a un suicidio político y democrático”.
Como todos sabemos, el supuesto “arrinconamiento” del exgobernante por parte del Congreso, el Ministerio Público y la prensa independiente consistió en poner en evidencia sus permanentes vínculos con la corrupción y los temerarios nombramientos en la administración pública con los que estaba minando la incipiente institucionalidad de nuestro Estado, y nada tuvo que ver con su condición de profesor o sus orígenes provincianos. ¿Cómo podía, por otra parte, la exposición del entorno delictivo con el que gobernaba “llevarlo a un suicidio político”? El jefe de Estado colombiano no lo explicó. Y, peor todavía, insinuó que el fracaso del ‘putsch’ se debió a que el aspirante a dictador “no logró la movilización del pueblo que lo eligió”.
Poco después, el 28 de diciembre, el mandatario del vecino país volvió a la carga con la especie mendaz de que Castillo habría sido destituido de la presidencia y encarcelado de manera ilegal. “El artículo 23 de la Convención Americana establece como derecho político elegir y ser elegido. Para quitar ese derecho se necesita sentencia de juez penal. Tenemos un presidente en Sudamérica elegido popularmente sin poder ejercer su cargo y detenido sin sentencia de juez penal”, dijo… Ignorando que ese expresidente cumple 18 meses de prisión preventiva por los presuntos delitos de rebelión, abuso de autoridad y perturbación de la tranquilidad pública, mientras es investigado por la fiscalía.
Algo muy parecido, además, afirmó en Argentina el 24 de enero pasado, durante una conferencia de prensa ofrecida con ocasión de la cumbre de la Celac celebrada en Buenos Aires.
En una entrevista concedida a la revista colombiana “Semana”, por último, insistió recientemente en que el exgobernante había sido “tumbado” por ser de la sierra y pobre, y no dudó en considerarlo una víctima.
Una colección, en suma, de patrañas que han enrarecido las relaciones entre Colombia y el Perú, pero que, sobre todo, revelan los extremos a los que son capaces de llegar los cómplices internacionales del atentado contra la Constitución que ensayó Pedro Castillo con tal de empujar la ficha de sus intereses políticos e ideológicos en el continente.