Hasta la mañana de ayer, el presidente Martín Vizcarra había confirmado 234 casos de infectados por coronavirus en el país. Alrededor de las 5 de la tarde, el Gobierno informó del primer deceso por la infección.
Hasta la mañana de ayer, el presidente Martín Vizcarra había confirmado 234 casos de infectados por coronavirus en el país. Alrededor de las 5 de la tarde, el Gobierno informó del primer deceso por la infección.
/ Paolo Aguilar
Editorial El Comercio

Mientras el número de pacientes infectados por el aumenta en una proporción que no por previsible resulta menos preocupante (al momento de escribir estas líneas en todo el territorio nacional), el Gobierno ha optado, acertadamente, por endurecer las medidas restrictivas de la circulación. El y el incremento de la severidad en el control de la circulación de vehículos y peatones a las horas en las que eso no está absolutamente prohibido son, en efecto, disposiciones que se han hecho necesarias por la irresponsabilidad de individuos y empresas que creyeron, al parecer, que el virus estaba dispuesto a hacer una excepción con ellos.

Ahora la inmovilidad social será cumplida, de buen grado o no, por un segmento mucho mayor de la población y, por lo tanto, la posibilidad de propagación de la infección disminuirá de forma importante: una consecuencia de la que solo tendremos noticia en varios días más. Como hemos dicho ya aquí, las cosas van a empeorar antes de empezar a mejorar. Pero mejorarán.

En medio de esta crisis, indeseable desde todo punto de vista, existen sin embargo, potenciales aprendizajes que harían que la pérdida económica y en vidas humanas (ayer se registró por COVID-19) no sea en vano.

El tiempo sin actividades que realizar y el atestiguamiento de la desgracia propia y ajena moverán inevitablemente a los peruanos de toda condición a la reflexión. Y eso nos puede cambiar como sociedad.

Si pasamos por este trance exitosamente, habremos aprendido mucho sobre los valores cívicos y culturales, sobre el respeto a la autoridad, la ley y el orden. Y sobre la forma en que debemos relacionarnos con el prójimo, la naturaleza y el medio ambiente. Sobre la importancia, en suma, de estar dispuestos a canjear, cuando hace falta, la satisfacción inmediata de alguna apetencia o requerimiento por el largo plazo.

Podemos aprender también mucho del sacrificio de los profesionales que se exponen como cualquiera de nosotros a los estragos que puede causar el COVID-19 para servirnos o protegernos durante esta crisis: médicos, policías, soldados, personas que trabajan en la provisión de servicios que no pueden interrumpirse.

La relevancia de los lazos familiares y el cuidado de los mayores, dos valores que no parecen estar pasando por su mejor momento entre nosotros, puede salir también fortalecida de esta tormenta.

Es frecuente escuchar a la gente decir que nadie aprecia realmente lo que tiene hasta que lo pierde… o corre el peligro de perderlo. Pues bien, este segundo escenario es exactamente el que estamos enfrentando en estos días. La supervivencia de vínculos y rutinas cotidianas (cuando no de seres a los que estimamos) que dábamos por sentados está en riesgo. Y los que todavía no son conscientes de ello con mucha probabilidad lo serán en los días que nos quedan de encierro.

No vamos a caer en la tentación de hacer una reflexión moralista o de dimensiones religiosas a partir de la situación actual. Cada quien, de acuerdo con sus creencias o convicciones, puede asumir que este mal que se ha abatido sobre la humanidad tiene los orígenes o persigue los propósitos que le parezca. La verdad es que también puede ser la consecuencia de eventos azarosos.

De cualquier forma, no obstante, aquí está y tiene mucho sentido tratar de sacar fuerzas de flaquezas y ganarle algo a la adversidad. De arrancarle, parafraseando un viejo dicho, un pelo al lobo. Esa es nuestra esperanza y nuestra propuesta: aprender algo valioso en medio de todo este drama y luego procurar que no se nos olvide.

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