Editorial El Comercio

Ayer, el presidente del Consejo de Ministros, , acudió al para cumplir con la invitación que este poder del Estado dos días atrás. Antes de la sesión, sin embargo, uno podía ya imaginar el cauce que tomaría el discurso del jefe del Gabinete, tan acostumbrado como nos tiene a sus diatribas contra la oposición, los medios y –últimamente– el Ministerio Público, su renuencia a formular algo que siquiera se parezca a una autocrítica y su desfachatez para negar lo evidente. Y, efectivamente, esto fue lo que terminó ocurriendo.

Como se sabe, el propósito de la cita era para que el ministro Torres aclarase en las que en una reunión en Palacio de Gobierno con dirigentes de organizaciones populares les pidió a sus interlocutores lo siguiente: “Si cada uno, con esa energía que tienen, con esa capacidad que tienen, con esa voluntad para defender los intereses de sus hijos y los hijos de sus hijos, que trajeran a Lima 50 personas cada uno, entonces harían arrodillar a los golpistas, los obligarían a que tengamos una Constitución que beneficie a todos los peruanos y no solamente a una determinada clase, a un sector del poder económico”. Un mensaje que, más allá de los problemas de concordancia que presenta, resulta bastante claro.

El ministro Torres, sin embargo, intentó convencer a los parlamentarios –y a los ciudadanos que lo escuchaban a través de los medios– de que el hecho de que pronunciara la palabra ‘imagínense’ antes de formular su amenaza convertía a esta última en una mera “representación ideal”. “No estoy diciendo ‘vengan y hagan tal cosa’, menos que realicen un acto violento”, expresó, sin explicar cómo así poner a alguien de rodillas puede no ser considerado un ejercicio de violencia.

También sostuvo el jefe del Gabinete que al decir que “los obligarían a que tengamos una Constitución que beneficie a todos los peruanos” estaba apenas recogiendo un clamor popular, y, como era previsible, volvió a cargar contra varios congresistas de oposición, los medios de comunicación y el sistema de justicia.

Por supuesto, a pesar de las excusas que intentó colar, a nadie se le escapa que las declaraciones por las que el señor Torres compareció ayer fueron una amenaza nada velada al Parlamento. Nada nuevo, aunque con un volumen un poco mayor, del discurso que viene utilizando desde hace un tiempo y que es, en esencia, reiterativo en lo que concierne a su afán de cargar de manera ofensiva contra todo lo que percibe opuesto a los intereses de la actual administración.

¿Es acaso la intervención que comentamos, por ejemplo, muy distinta de aquella otra en la que llamó a esos mismos actores políticos “bazofia de golpistas que no saben qué inventar para justificar la vacancia”? Claramente no y, en consecuencia, cabe interrogarse sobre el sentido de la invitación del Parlamento; sobre todo, si es evidente que la concurrencia del ministro Torres no se traducirá en una censura.

Limitada por la parálisis que le produce la posibilidad de gastar una de sus dos “balas de plata”, la mayoría opositora del Legislativo no hizo ayer otra cosa que darle al titular del Gabinete la posibilidad de hacer frente a ellos lo que se anticipaba que haría. Ello, porque él sabe que la representación nacional no se atreverá a censurarlo y porque, si lo hiciera, le permitirían deshacerse de una responsabilidad de la que probablemente ya esté harto (como sugiere su frustrado intento de renuncia) con el beneficio adicional para él de ponerlos a un paso de la disolución.

Así, en lugar de concentrarse en las cosas que importan en estos momentos, como censurar al ministro de Transportes, , sindicado por la fiscalía de pertenecer a una presunta organización criminal y que ayer, por el contrario, acudió al hemiciclo para acompañar al señor Torres, el Congreso prefiere gastar el tiempo en seguir dándole cuerda a un ministro del que, a estas alturas, no se puede esperar otra cosa que el mismo libreto de siempre.

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