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que examina la situación de la democracia a escala global ha pasado relativamente desapercibido, pese a las alarmantes conclusiones que recoge. Una de las más preocupantes es que la –pilar de todo sistema democrático que se precie de ser tal– ha sufrido su peor deterioro de los últimos 50 años. Este menoscabo, además, no se registra solo en lugares donde el periodismo suele ser un oficio riesgoso –como la franja de Gaza–, sino también en países que uno asociaría con altos estándares democráticos, como Corea del Sur.

En el Perú, por supuesto, no hace falta analizar mucho para darse cuenta de la preocupante situación que atraviesa el trabajo periodístico. Solo en la última semana, por ejemplo, este Diario ha cubierto varios intentos por restringir e incluso castigar al periodismo, desde la decisión de la Policía Nacional de evitar el acceso al sistema de denuncias que ellos administran hasta la discusión en el Congreso para penalizar la difusión de chats. Y no olvidemos que este año hemos vuelto al ominoso club de países en los que informar puede pagarse, literalmente, con la vida (dos periodistas han sido asesinados desde enero y otros más, como Manuel Calloquispe, han recibido amenazas directas de grupos criminales).

El desprecio a los reporteros, por cierto, comienza desde la cabeza del Estado. La presidenta Dina Boluarte no tiene reparos en mantener en su equipo ministerial a un denunciante de periodistas, no siente ninguna obligación de dar conferencias o conceder entrevistas, y ni siquiera ha firmado las declaraciones de Chapultepec y Salta, en un gesto que la emparenta con su antiguo compañero de fórmula, Pedro Castillo. Y esto es, sin dudas, lamentable.

Lamentable porque el deterioro de la libertad de prensa no es, como podrían pensar algunos, un problema del gremio periodístico. Es, en realidad, una amenaza para la sociedad, pues cuando se debilita a los medios –o cuando se los ataca directamente– se está afectando el derecho básico de los ciudadanos a recibir información. Un derecho que, además, se vuelve clave en épocas en las que abunda contenido fabricado por herramientas digitales cada vez más sofisticadas o cuando las democracias se enfrentan a coyunturas críticas, como las electorales.

El deterioro de la prensa en nuestro país y en todo el mundo no es una mala noticia solo para los periodistas. Es un drama para la ciudadanía en su conjunto que, muchas veces, lamentablemente, solo termina por apreciar la libertad de prensa cuando esta ya no existe.

Editorial de El Comercio

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