
Esta es la quinta vez que Julieta ve Coco. Lleva un par de semanas fascinada con la historia de Miguel Rivera y su ídolo Ernesto de la Cruz. Se sabe diálogos enteros y los repite con perfecto dejo mexicano. Cuando termine la película, durante la cena, seguramente me pedirá un papel para dibujar a Mamá Imelda o a la propia Mamá Coco. Me gusta verla sumergida en esa ficción animada, cuyo hechizo a veces suspende para hacerme intrincadas preguntas que casi siempre me animo a responder, o al menos a intentarlo. Ahora, por ejemplo, acaba de preguntarme dónde queda la Tierra de los Muertos, que en Coco se presenta como el destino final de los espíritus de los difuntos.
Esta vez, sin embargo, no he sabido contestarle. Hoy no es un buen día para arriesgar ninguna explicación. Hoy no tengo ánimo de nada. Hoy ando muy triste porque me he enterado de la muerte de Sandro Venturo, amigo tan querido, papá de Antonia y Vicente, respetado sociólogo y comunicador, una de las poquísimas personas que conozco en quienes la inteligencia y el carisma coincidían y se retroalimentaban. Un maldito cáncer linfático se lo ha llevado con solo cincuentaiséis años. Me da escalofríos pensar en lo saludable que lucía hace poquito, en enero, cuando nos encontramos en una reunión en Lima. Estaba entero, igual que siempre, con sus rulos, su sonrisa y su ronquera.
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Nunca antes había visto en mis redes sociales despedidas tan unánimemente entrañables. Los mensajes que lamentan la partida de Sandro a la vez celebran un atributo que le era inmanente, su generosidad; todos lo mencionan y subrayan. Creo que muchos sentimos su muerte como una pérdida cercana, pero también como una derrota generacional, una baja decisiva en nuestras filas. La mayoría de peruanos vive en un país que no entiende, que no descifra, que no recorre. Sandro era todo lo contrario: era un apasionado del Perú, soñaba con una sociedad más justa e igualitaria, y cuando lo consultaban en medios sobre algún drama concreto de la coyuntura él siempre abría el foco para ofrecer una interpretación más amplia, más profunda y, por lo mismo, más sensata. Deprime pensar que cada vez quedan menos voces como la suya. Por eso hoy no puedo contestar las preguntas que me hace Julieta acerca de la Tierra de los Muertos. En la cabeza solo tengo el mail que hace unas horas envió Daniela, la pareja de Sandro, donde cuenta que él, una vez enterado de su diagnóstico, asumió el tratamiento médico como un proyecto al que bautizó ¡Viva la Vida! Es decir, le colocaron una soga al cuello y se puso a cantar. ¿Se puede ser más optimista que eso? También cuenta Daniela que, asombrado por la avalancha de llamadas y visitas que recibió en los últimos días, Sandro se hacía en voz alta una pregunta que ilustra el tamaño de su corazón: «¿de dónde viene tanto amor?» No se percataba nuestro buen amigo que esas reacciones eran solamente el fruto de una siembra larga y paciente. En junio del 2019, le escribí un correo agradeciéndole una preciosa columna que escribió tras la muerte de su padre, donde hablaba de cómo descubría al hombre ausente en su propio cuerpo. «Ahora, cuando me veo al espejo y miro mi torso cuadrado, me siento él. Cuando miro mis rodillas son sus rodillas. Cuando pierdo los papeles, reboto en ti. Desde que no estás, viejo, te recuerdo de esta forma extraña. Huelo como te olía cuando era pequeño. Mi aliento es tu aliento al lavarme los dientes por las mañanas».
Los muertos nunca se van del todo, algo de ellos se reencarna en quienes los quisieron, sus herederos de sangre y de cariño. Contenemos a los muertos para que siempre sean memoria, para que nunca terminen de morirse. Sandro sobrevivirá en sus hijos, su familia y sus amigos. Y la Tierra de los Muertos, hija, quizá sea este mismo lugar donde ahora tú me haces preguntas que soy incapaz de responder.








