A la selección peruana de fútbol no le sobra nada. Al país tampoco. Salvo excepciones que ilusionan, pero no concretan, el grueso del equipo se desenvuelve entre el error auto inducido y un desempeño que oscila ente cumplidor y mediocre, si no peor. Y aquí no nos estamos refiriendo a la selección sino al congreso.
La abismal diferencia entra la sociedad peruana y su fútbol, es que en el segundo caso contamos con un líder. Este ha sabido formar un equipo que se complementa en su disparidad, unidos en que se respeta lo que se hace y se sabe lo que se quiere.
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Ahí radica la magia: los intereses de la selección están alineados con los de su hinchada. Ir al mundial. Demostrar de lo que somos capaces jugando en equipo.
En cambio, ha sido nuevamente lamentable la manera en la que la así llamada oposición ha manejado el desgastado proceso de vacancia. Han pervertido su representatividad en una feria de vanidades e incompetencias.
Sin liderazgo alguno, salvo la meliflua voz de una presidenta del congreso que pareciera la delegada de quinto de secundaria a quien le molestan ciertos tonos de voz, el congreso es una perfecta reunión de pollos sin cabeza. Pollos, gavilanes y buitres.
La oposición hace clavadismo olímpico en una piscina sin agua. Con razón el presidente Castillo ya designó al periodismo como su adversario. La oposición se anula sola.
Tampoco nos sobra, como país, los puntos de conexión entre nosotros. Nos regodeamos en el linchamiento caníbal, ya sea porque alguien es demasiado blanco o demasiado cholo, o ni uno ni lo otro. Cualquier pretexto sirve para masacrar en mancha al prójimo, reconfortados en sentirnos parte de la manada correcta y autocelebratoria.
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Parte de nuestro atraso explica que en esta precariedad el futbol actúe como relevo de la realidad. La banal actividad de veintidós sujetos persiguiendo un balón se transforma en bálsamo y estructura. En posibilidad, para tergiversar benévolamente a Basadre. La cohesión que no se logra como país se resuelve en la cancha bajo la misma camiseta. Un paliativo emocionante.
Esta semana fui al estadio acompañado de un ausente, el recordado Julio Hevia. El deja vu era grosero. Crisis política, repechaje, e incertidumbre resueltos a pelotazos bajo una paleta de color blanquirroja. Hace cuatro años, cuando fuimos al Nacional para ver la despedida de la selección rumbo a Rusia, hablábamos exactamente de lo mismo, puntos y comas incluídos.
La única diferencia es que Julio murió intempestivamente cuando estaba a punto de ver nuevamente al Perú en un mundial tras 36 años de fracaso sistémico. La explicación cósmica a esa injusticia sigue pendiente.
El decía que para entender al país era necesaria una forma peruana de pensar. Y en que ese sistema de pensamiento, no asquearse, el fútbol suplía grandes e irresueltos vacíos.
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El estaba impresionado por el cambio de la hinchada peruana. Hasta los años 70 Lima era considerada una cancha neutral, pues la afición no manifestaba mucho entusiasmo hacia su equipo. Eso cambió, se vio en esa masa cevichera cantando Contigo Perú en Siberia. Pero detrás del síntoma Hevia detectaba la necesidad: verse dignamente representados por un simbolismo respetable. Así sea alivio temporal y episódico, por ahora eso es lo que hay.
Esa hambre sigue intacta en el área política. Porque en la futbolística hay equipo. Gareca sigue siendo Gareca, Cueva es el mejor Cueva que ha sido, y se ha sumado ahora la pertenencia químicamente pura de un peruano que no sabía que era tal, Gianluca Lapadula.
Para decirlo en tu idioma, Julio: Nos falta un partido, master, y ahí nos vidrios en Qatar. Lo demás, que es lo de menos, sigue siendo lo mismo.
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