Diego Maradona, el barrilete cósmico que sacó campeón del mundo a la selección argentina en México 1986. (Foto: AFP)
Diego Maradona, el barrilete cósmico que sacó campeón del mundo a la selección argentina en México 1986. (Foto: AFP)
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Jorge Barraza

Les pasa a todos: cuando uno va al Museo del Louvre lo primero que pregunta es dónde está La Gioconda. “A la derecha, primer piso, Sala de los Estados”, dice una señorita plurilingüe. Y hacia allá salen bandadas de turistas casi corriendo, subiendo los escalones de a tres. Llegan y se paran frente a ese cuadro en realidad mucho menos grande de lo que se supone antes de verlo por primera vez. Apenas 77 centímetros de alto y 53 de ancho. Pero es por lo que se paga la entrada. Cuando está frente a ella -esa dama de edad difusa y mirada sugestiva- nadie piensa si Da Vinci era buen padre, buen hijo o buen esposo, si se emborrachaba en la taberna hasta caer al suelo o si se gastaba el dinero en prostitutas; repara en su obra, en lo que dejó a la humanidad. El hombre, imperfecto, ya fue; su carne se corrompió y desapareció. Y si se emborrachaba, bien por él. Queda su producción, su talento, su sensibilidad artística. Lo mismo vale para tantos genios que nos legaron creaciones, inventos, pensamientos, vacunas, alegrías que mejoraron la existencia humana.

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En estas horas de la muerte de Maradona ha habido casi un concurso mundial de la frase más ingeniosa, la portada de diario más original, el homenaje más sentido y curioso. Está bien, se celebra al artista. Y también aparecieron las miserias humanas, las que intentan rebajarlo a la condición de “Maradroga”. Es el eterno problema que la mediocridad tiene con la brillantez: le molesta.

No existe nada más humanamente imperfecto que Diego Armando Maradona. Como tampoco nació nada futbolísticamente más grandioso. No cabe santificar ni demonizar. Entre los millones de comentarios generados por el fallecimiento, nos quedamos con el de un lector de El Tiempo, que el jueves escribió: “Gracias por tu fútbol, Maradona, lo demás se lo dejo a las comadres”.

La vida de Maradona, intensísima, desordenada y con excesos, expiró. Heredamos su arte, envasado en videos y recuerdos, el de un futbolista único, técnicamente perfecto y genial, vigoroso, valiente. Un fantasista metido en el cuerpo y el alma de un toro de lidia. La gracia en pareja con el brío. No era un futbolista de redes sociales, era todo sustento: pelota, gambeta y arco. Su coraje parafraseó al Martín Fierro en aquello de “No pregunto cuántos son, sino que vayan saliendo”. Y el orgullo de su clase. Todo lo que la prensa mundial le celebró en su despedida física.

La muerte de ningún otro personaje generó tal impacto universal. La noticia tuvo la dimensión del hundimiento del Titanic o el estallido de las guerras. Fue tapa de los diarios del mundo entero, no sólo deportivos. Hasta el Financial Times lo homenajeó con su portada. Y cuando decimos portada no es una mención en ella: es la portada. El Times, el Corriere della Sera, Le Monde le destinaron su primera plana. El País de Madrid, el más prestigioso de habla hispana, le ofrendó una foto gigante con un título sugerente: “Muere Maradona, un dios del fútbol”. Decenas jugaron con esa palabra: dios. Llenó miles de horas de radio y TV, supuso decenas de millones de intervenciones en Twitter, Facebook, Instagram. Sólo es superado en repercusión por el atentado a Las Torres Gemelas, pero eso es un suceso, con un personaje no había pasado nunca, ni con Muhammad Alí, otro deportista planetario y de un perfil similar al de Maradona, genial y a la vez conflictivo, arrogante, respondón.

Diego Armando Maradona disputó cuatro Mundiales: España 1982, México 1986, Italia 1990 y Estados Unidos 1994. Si no hubiera salido del equipo de Argentina 78 habrian sido cinco torneos. (Foto: AP)
Diego Armando Maradona disputó cuatro Mundiales: España 1982, México 1986, Italia 1990 y Estados Unidos 1994. Si no hubiera salido del equipo de Argentina 78 habrian sido cinco torneos. (Foto: AP)

Emmanuel Macron, presidente de Francia, otro feligrés del 10, le dedicó una carta antológica: “Jugador suntuoso e impredecible, el fútbol de Maradona no tenía nada de ensayado. Con una inspiración siempre renovada, constantemente inventaba gestos y golpes de la nada. Un bailarín de botines, no realmente un atleta, más un artista, encarnaba la magia del juego. El presidente de la República saluda a este indiscutible gobernante de la pelota redonda que tanto han amado los franceses”. Obviamente, nadie celebra sus deslices (que son suyos) se aplaude su habilidad suprema. El planeta fútbol le rindió los honores jamás vistos para ningún otro. En la muerte se percibe la dimensión de un individuo.

En la trilogía astral Di Stéfano-Maradona-Messi, Alfredo quedó muy atrás en el tiempo (debutó hace 75 años) y Messi puede ser incluso mejor futbolista, más consistente -es a gusto del cliente- pero no despertará nunca las pasiones de Maradona. No tiene esa épica ni se lo ve tan asociado a la hazaña, lo suyo se circunscribe al rectángulo. Es juego puro, en eso le discute el número uno al que raye. Pero Messi es apolítico, antifarándula y familiero, un sujeto diurno, a las diez de la noche está mirando televisión en un sillón del living con Antonella y los chicos revoloteando por ahí. Un genio moderado, correcto y de escasas palabras es algo intolerable para el gran público. A George Best, que fue un crack descomunal, lo adoraron más por su pinta, sus frases ocurrentes y su vida descarriada que por lo que jugaba. A propósito: Best, quien muchas veces fue encontrado tirado en la acera tras una borrachera, recibió las mayores honras oficiales de la historia de Irlanda del Norte; miles de señoras recatadas y con pañuelo en la cabeza desfilaban por su tumba dejándole flores y el aeropuerto de Belfast lleva su nombre. Nadie despertó para ellos tanto orgullo nacional.

Diego salió del salón que compartía con Messi, Kempes, Vilas, Ginóbili, Charly García, Calamaro… Entró ahora en el panteón de las celebridades argentinas. Empieza a incordiar a San Martín, a Borges, a Fangio, a Cortázar, a Di Stéfano, se mirará de reojo con Monzón y con Ringo Bonavena, se divertirá con Quino y Fontanarrosa, escuchará a Piazzolla y a Gardel, empatizará con el Che Guevara (fumarán un habano juntos), se sonreirá con Evita y con Perón, cantará con Sandro y Mercedes Sosa. En el ránking de íconos nacionales va cabeza a cabeza con Gardel, cuyo funeral, en 1936, fue un acontecimiento histórico: una impresionante multitud acompañó la carroza fúnebre desde el Luna Park hasta el cementerio de la Chacarita, nueve kilómetros por la avenida Corrientes, la calle que atravesaba su barrio, y desde los balcones de los edificios, llorando, la gente le arrojaba flores. Gardel es un recuerdo muy fuerte, un afecto nacional, más unánime que Maradona, pero pasaron generaciones; Diego se quedará con el primer puesto. En ese eterno coqueteo entre la grandeza y la decadencia en que fluctuamos invariablemente los argentinos, Maradona representa la argentinidad en su expresión cumbre, el emblema perfecto: el virtuosismo y la exageración, la genialidad y el desborde, asombrar al mundo gambeteando varios ingleses y luego aparecer bebido mostrando el traste. Como escribió Le Soir, de Bruselas, también en portada: “Blanco o negro, nunca gris”.

Se acaba de anunciar que el mayor aeropuerto de Buenos Aires -Ezeiza- tendrá en breve una estatua de Maradona. Será lo primero que vean los visitantes al pisar suelo celeste y blanco. Desde el día que cerró sus ojos para siempre, es nuestra más contundente marca país.

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