Lo de Luis Rubiales, el aún presidente de la Real Federación Española de Fútbol, es un caso de estudio. No queda claro si de las ciencias deportivas, la antropología, el feminismo o la urbanidad. Pero de que su comportamiento será analizado con detalle por distintas disciplinas, no cabe duda. Pocas veces se puede ver de manera intacta y en estado natural a un ser tan primitivo en pleno ejercicio de poder en un país que se identifica como desarrollado, moderno y progresista. Si el fondo hubiese sido, digamos, peruano, el contraste estaría atenuado por el conservadurismo local y nuestra estadística trágica en términos de acoso y violencia sexual. Pero Rubiales ha logrado lo imposible: sorprender desde su altar federativo incluso a América Latina.
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Los hechos son claros: el directivo no solo provocó una deserción inicial en parte del plantel español con su modos y arbitrariedades, sino que pasó a celebrar el triunfo de las futbolistas que hicieron el esfuerzo de tolerar su gestión con gestos genitales en el palco de honor. Luego, en plena condecoración, besó en la boca a Jenni Hermoso, la volante creativa, ante las cámaras del mundo.
Sobre el natural escándalo que resultó de su comportamiento sexista, el dirigente aseguró que las críticas del mundo eran estupideces. Unos días después, balbuceó unas disculpas tan forzosas y enrevesadas que lo único que dejó en claro fue que no reconocía su falta. El viernes, finalmente, convocó a una asamblea con el único propósito de victimizarse frente a sus hijas y tantear el estado de su red clientelar, evento que aprovechó para mentir al asegurar que el beso fue consentido. Hermoso no ha tenido más remedio que publicar un pronunciamiento donde niega haber asentido, reconoce sentirse vulnerable y víctima de una agresión, a la vez que denuncia la presión que Rubiales ha ejercido sobre ella y su entorno para obtener complicidad o silencio.
No es anecdótico que Rubiales crea vivir en un episodio infinito de ‘Mad Men’. El machismo crónico, la prepotencia reiterada, la falta de empatía, el desdén a los demás, la altanería jactanciosa, la ausencia de autocrítica y, por tanto, la imposibilidad de corregirse ante las deportistas a las cuales ha fallado y debería servir, lo incapacitan para ejercer cualquier función dirigencial. La renuncia a dimitir el cargo no es sino el último síntoma de una condición común: la de un hombre encantado con lo que le muestra el espejo y que no puede reconocer que, por decencia y posición, está obligado a una prudencia, a un decoro y a un respeto que les son ajenos. Es una mala noticia para el deporte. Todos, sobre todo en estas páginas, deberíamos estar hablando de la hazaña de las españolas, pero los titulares se los lleva él.
Algo, sin embargo, se puede rescatar de este incidente: la desvergüenza de Rubiales ha sido tal que ha alineado a todas las facciones, incluso a las normalmente divergentes. No es poca cosa. Toda causa puede aprovechar un asunto como éste con el fin de escalar un problema, ponerlo encima de la mesa y diseccionarlo con fines pedagógicos. Que sea eso lo que siga: la autopsia moral de un señor que no amerita ni siquiera el título de cortesía.
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