La palabra que más he escuchado en las últimas semanas es Rolex. Y resulta que es también una de las más prestigiosas marcas del mundo. Es interesante como el ‘Rolexgate’ que ha metido en problemas a la presidenta, parte desde mi punto de vista de una falla estratégica en donde la sensatez pierde frente al complejo y las ganas de ostentación.
Las marcas de lujo, en autos, joyas, carteras, perfumes, son un segmento recurrente el mundo del marketing. Construyen status, pertenencia a una élite, reflejan fortuna.
En el caso particular de Rolex, es una marca creada en 1905 con la sofisticación de su origen británico, y la precisión de su sede principal en Suiza. El estilo de vida que se muestra en su comunicación de marca va desde deportes como tenis, golf, polo y disciplinas náuticas, hasta la presencia constante en todas las muñecas de los James Bond a lo largo del tiempo.
En nuestra realidad, esta marca sigue siendo un símbolo de estatus, pero al revisar las noticias de la firma en el Perú, más bien se vincula a mafias especializadas en robos de Rolex, asaltos, corrupción y coimas encubiertas que llegan a manos de las más altas esferas políticas.
Increíble cómo usar su colección de Rolex le valió a Dina Boluarte el allanamiento de modo vergonzoso y sumamente aparatoso de su casa el último Viernes Santo. En este caso, la marca no debe ni siquiera pensar en pronunciarse, a pesar de ver que su nombre es arrastrado hacia los confines del mismo infierno, mientras lo salpican de barro.
Por supuesto, no se trata en ningún nivel de la marca en sí, sino del lugar donde la marca se encuentra y a lo que ella se asocia. Nadie si quiera osaría preguntar por qué Donald Trump usa o no un Rolex.
El problema no está en quien usa una u otra de lujo, sino en cómo hizo para obtenerla. La mención de marcas de lujo en nuestro entorno me recuerda a un estudio de mercado que leí hace unos años en Colombia donde se explicaba cómo Pablo Escobar era por un lado temido y por otro admirado. La clase que nunca tuvo y los valores que le faltaron fueron reemplazados por una avalancha descomunal de billetes que le permitieron rodearse de todas esas marcas, gustos y lujos que nunca soñó tener.
El problema nunca es la marca en sí, no es tampoco el segmento de lujo, ni la publicidad. El problema está siempre en los ojos que la ven con complejo, ambición y ganas absurdas de demostrar poder. Rolex ha dejado de ser un reloj para convertirse en un mensaje que juega a favor o en contra, ya que en realidad no importa la marca sino el brazo que lo muestra.