(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Redacción EC

El Gobierno reaccionó ante la corrida cambiaria con una nueva dosis de política monetaria contractiva y una meta fiscal más dura de la proyectada. Así, volvió a aumentar la tasa de interés de referencia a 40% (con más presión sobre las tasas más cortas) y redujo la tenencia de dólares de los bancos, obligándolos a desprenderse de divisas. Al mismo tiempo, se anunció que el déficit fiscal primario será 2,7% del PBI en lugar del 3,2%, y que no se colocará más deuda en los mercados internacionales en lo que resta del año. En verdad, en el frente fiscal, la novedad es la formalización del objetivo del 2,7%, porque a la luz de los datos del primer trimestre ya se visualizaba que el año terminaría con un resultado mejor al incluido en el presupuesto.

La corrida tiene diversos culpables. Por un lado, el aumento en la tasa de interés internacional que resultó en un alza más pronunciada en el riesgo país de la en relación a otros países emergentes. Este castigo se explica por el elevado déficit externo de la Argentina (estrechamente ligado al alto déficit fiscal): en un mundo con algo menos de liquidez, sufren más quienes dependen de fondos prestados, y la Argentina aparece vulnerable, en particular por el tamaño relativo de ese déficit respecto de sus exportaciones.

Por otro lado, un cúmulo de errores políticos cuyos autores parecen ignorar que el gradualismo elegido requiere de una ejecución técnica precisa. Primero, la jefatura de Gabinete con su intervención del 28D, que fue vista como un menoscabo a la independencia del banco central. Luego, por algún cortocircuito dentro de la coalición de gobierno respecto de las correcciones de tarifas, que fue aprovechada por la oposición para aportar más confusión con un proyecto que tiene un costo fiscal que hoy no se puede afrontar.

Nadie dentro de la coalición de gobierno ni en la oposición ‘más responsable’ pareció advertir que si hay menos liquidez o aumenta el costo del financiamiento de la transición no deben mostrarse fisuras respecto de la voluntad de resolver el problema fiscal argentino. Mirado desde la óptica de los que deben financiarnos y después de que el Gobierno postergara a finales del 2016 en dos años la obtención del equilibrio primario, ¿ya hay ‘fatiga del ajuste’ cuando se recorrió solo la cuarta parte del ajuste fiscal gradual programado?

Como puede verse, el gradualismo también tiene costos: no es muy creíble en un país proclive a no cumplir lo pautado y requiere dar ‘malas’ noticias durante mucho tiempo, ya que la mejora que permitiría el crecimiento económico en gran medida se utilizará para financiar la necesaria reducción en la presión tributaria.

Finalmente, hubo errores en la ejecución de la política monetaria, sondeando al mercado durante demasiados días y perdiendo reservas, incluso en momentos en que se depreciaban las monedas de casi todos los países emergentes.

Las turbulencias de corto plazo pueden parar con los nuevos anuncios y este episodio quedar pronto en el olvido. ¿Pero y si no es así? ¿Si estamos asistiendo a un frenazo más permanente en la entrada de capitales? En este caso haría falta una mayor depreciación del tipo de cambio, mayor corrección fiscal y mayor profundidad (y visibilidad) en la agenda de reformas estructurales.

En definitiva, la restricción presupuestaria de la economía es el déficit de cuenta corriente que el resto del mundo está dispuesto a financiarnos. Por más que le pese a nuestro oficialismo y a nuestra oposición, si elegimos vivir de prestado durante muchos años hay que entusiasmar a quienes nos prestan, que a veces pueden ser mucho más impacientes que nuestros votantes.

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