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México: tierra, libertad y arte - 4
Alessandra Miyagi

Hacia 1908, el general Porfirio Díaz (Oaxaca, 1830 – París, 1915) era ya sin duda el hombre más notable de México, no solo por sus incontables logros militares y las 27 medallas que había recibido —entre nacionales y extranjeras,
a las que luego se le sumarían tres más—, haciéndose con el título del hombre más condecorado del país, sino porque, tras 32 años como jefe de Estado, se había convertido en el presidente que más veces había resultado electo —seis hasta ese momento, y una siguiente en 1910—, y en el hombre que más tiempo había permanecido en el poder en la historia mexicana.

Sin embargo, el 18 de febrero de aquel año, Díaz concedería una entrevista a Pearson’s Magazine —una importante revista británica que contaba entre sus colaboradores a figuras como Shaw, Gorki y Wells— que inflamaría el ambiente político mexicano y marcaría la caída de la dictadura porfirista. “He esperado con paciencia el día en que el pueblo mexicano estuviera preparado para seleccionar y cambiar su gobierno en cada elección sin el peligro de revoluciones armadas y sin estorbar el progreso del país. Creo que ese día ha llegado”, declaró. Estaba equivocado, aquel día no había llegado aún. Y aunque el país exigía desesperadamente un cambio de orden, Díaz no tenía intenciones de abandonar el poder. Entonces llegaron Francisco I. Madero, Emiliano Zapata, Pancho Villa, Venustiano Carranza, las balas, los desencuentros, las traiciones y la sangre.

El 20 de noviembre de 1910 México se levantó. Y se mantuvo erguido y erizado durante por lo menos siete años más, a lo largo de los cuales entró en una febril lucha interna que buscaba reformar la política y la sociedad a cualquier precio. La redistribución de la tierra entre los campesinos y la erradicación del latifundio, la protección laboral de la clase trabajadora, la implementación de un sistema educativo y cultural de alcance masivo, el desmantelamiento del mito del darwinismo social, la reivindicación de la cultura y las tradiciones indígenas, la libertad de expresión, la restauración de la soberanía nacional a través del control de los recursos naturales, y la prohibición de la reelección fueron los principales objetivos que impulsaron la Revolución. Finalmente, luego de un largo periodo de caos político que dejó un saldo de más de un millón de muertos y una profunda crisis económica, los ideales revolucionarios se impusieron y fijaron las bases para el surgimiento de una nación más justa y democrática.

El 5 de febrero de 1917, luego de dos meses de debate, el Congreso Constituyente convocado por el entonces presidente Venustiano Carranza promulgó en el Teatro Iturbide de la ciudad de Querétaro la nueva Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, documento que se mantiene vigente hasta la fecha. En ella se rescataron elementos de las constituciones del siglo XIX, como la división de poderes del Estado, y el carácter republicano, democrático y federado de la nación; asimismo, se dispusieron, además de las reformas mencionadas, la abolición de la figura del vicepresidente, la fijación de un salario mínimo, la definición de la jornada laboral de ocho horas, la prohibición del trabajo de menores de 15 años y el establecimiento de un día de descanso semanal.

“El principal mérito del Congreso Constituyente de Querétaro fue elevar a rango constitucional no solo las razones políticas que motivaron las distintas facciones revolucionarias a buscar un cambio de modelo de Estado, sino también las demandas laborales, la reforma agraria y la esperanza de construir un país más incluyente y más justo, haciendo de esta carta magna la primera Constitución social del siglo XX”, nos dice Ernesto Campos Tenorio, embajador de México en el Perú.
La innovación que supuso la protección de los derechos civiles incluidos en este documento tuvo una profunda repercusión en el proceso constitucional europeo que se generó después de la Primera Guerra Mundial, en el cual las leyes sociales, hasta entonces secundarias, empezaron a formar parte sustancial de los textos constitucionales. De igual manera, esta se convirtió en un importante punto de referencia para la protección nacional de los derechos humanos en toda América Latina, sigue Campos Tenorio.

Y si bien tras la promulgación de la nueva Constitución los brotes de violencia no se detuvieron del todo, las condiciones de vida de los campesinos y obreros siguieron siendo muy duras, y se abrió paso a un nuevo periodo de dictadura institucionalizada, México emprendió un proceso de renovación de su identidad nacional. Con la Revolución nació el sentimiento nacionalista, el ‘Tierra y libertad’, el ‘Viva México, cabrones’, y a partir de ese entonces hasta las paredes vibraron de orgullo y de rebeldía.

* * *

Los muros, ya sean de concreto, ladrillos, piedras o madera, sirven para aislarnos y protegernos de todo aquello que se encuentra del otro lado. Pero en México, a principios de la década del veinte, pasaron a simbolizar ya no rechazo y exclusión, sino todo lo contrario. Las paredes y fachadas de las ciudades se convirtieron en gigantescos lienzos, en plataformas discursivas que mostraban a través de piezas artísticas de técnicas variadas la historia de la nación, la realidad social y los problemas vigentes, la cultura indígena como parte importante de la construcción del México moderno, así como los ideales marxistas que inspiraron la Revolución.

A principios del siglo XX irrumpió en la escena mexicana el muralismo, un movimiento artístico de estética social-realista con elementos indígenas, protagonizado por una comunidad de intelectuales encabezada por el pintor y escritor Gerardo Murillo, mejor conocido como Dr. Atl, y respaldada por el Estado mexicano. Aunque Dr. Atl es considerado el padre del muralismo, fueron los tres grandes, David Alfaro Siqueiros (Chihuahua, 1896 – Cuernavaca, 1974), Diego Rivera (Guanajuato, 1886 - Ciudad de México, 1957) y José Clemente Orozco (Jalisco, 1883 - Ciudad de México, 1949), los mayores representantes de esta corriente pictórica que se desarrolló hasta mediados de la década de 1950 —aunque hasta la actualidad se siguen pintando murales en todo el país—. “Estos artistas le dieron visibilidad al proceso revolucionario desde la creación artística. No se puede pensar la Revolución mexicana sin la plasticidad de la obra de estos creadores. Sus retratos de los líderes campesinos, como el ‘Zapata’ de Orozco, son los que han repercutido en la historia y fijado en el imaginario colectivo este momento histórico crucial de México”, afirma Carlos Palacios, curador de la muestra Orozco, Rivera y Siqueiros. Modernidad en México, 1910-1966, que se presentará en el MALI desde el 15 de marzo.

Y aunque el muralismo es el movimiento por excelencia del arte mexicano posrrevolucionario, los aportes de estos tres pintores no se limitan únicamente a él. Siqueiros, Orozco y Rivera también cultivaron la pintura al óleo; la litografía; el dibujo a lápiz, tinta y carbón; el grabado; etc. —que se podrán apreciar en la muestra del MALI, compuesta por más de 70 piezas creadas entre 1910 y 1966—. A través de todas estas técnicas “ofrecieron distintas perspectivas de la Revolución, de acuerdo a sus intereses políticos y sus reflexiones personales. Para Siqueiros fue un tema primordial de su obra, muy visible en su mural ‘Del porfiriato a la Revolución’ —cuyos bocetos de primer orden podrán ser apreciados en la muestra—. Orozco, por otra parte, es más crítico del proceso revolucionario y en sus piezas creadas muy cerca de los años finales del proceso, como “Los horrores de la Revolución” —en clara referencia a Goya— presenta una cara menos heroica y más cruel, menos celebratoria de las masas populares como puede haber representado Siqueiros. De hecho, el propio Orozco señaló que la
Revolución mexicana era un sainete dramático y bárbaro, y esa mirada se ve plasmada en su obra en papel. Por otro lado, el punto de vista de Diego Rivera fue más contextual y situó la Revolución y a sus figuras principales en un entramado histórico más amplio de la historia de México”, continúa Carlos Palacios.

Así, a un siglo de la promulgación de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, la revisión de la obra de estos tres grandes se nos presenta como una ventana privilegiada para entrever y comprender mejor el proceso de la Revolución mexicana
y para acceder a la memoria colectiva de un país mestizo y complejo. Como el nuestro.

Más información

Orozco, Rivera y Siqueiros.  Modernidad en México, 1910-1966
Dirección: Museo de Arte de Lima  (Paseo Colón 125, Lima).
Horario: De martes a domingo, de 10:00 a 19:00; sábados, de 10:00 a 17:00.
Del 15 de marzo al 21 de mayo.

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