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“Libros hay muchos, pero la literatura tiene muy poco espacio”
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“Libros hay muchos, pero la literatura tiene muy poco espacio”

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Empecemos por la superficie: en la portada de “Tim”, novela que lo trae a la Feria del Libro de Lima, aparece una imagen vintage de las tres bolas de San Nicolás, símbolo del mundo anglosajón de las casas de empeño. Cuenta la leyenda que el santo regaló a tres muchachas pobres tres bolsas de monedas de oro, para con ello casarse y evitar la miseria. Aquellas bolsas, con el tiempo, significó el aval previo a la entrega de un préstamo.

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“Empeño” es una palabra ambigua. Además de nombrar el endeudamiento y la derrota, se refiere también al deseo constante por conseguir algo. Y en su más reciente novela, (Madrid, 1967) se empeña en una notable experimentación formal: una novela sin trama aparente. El único propósito de su protagonista es volver a la casa de empeño para intentar recoger algo que ha olvidado qué es. ¿En qué se empeña uno de los autores españoles más originales e influyentes? Loriga piensa un momento y responde: “Evidentemente, Más allá de cuidar más o menos bien a la gente que quiero y me quiere, cuando llegan inexorablemente los 60 años de vida, lo único en que me empeño hoy es en profundizar en mi trabajo, en la literatura”, afirma.

Aunque no lo parece al inicio, “Tim” es una novela distópica. Visto que hoy vivimos el mundo que la ciencia ficción describió décadas atrás, quería preguntarte sobre nuestra obsoleta idea de futuro…

“Obsoleto futuro” es un bonito concepto. Nos lleva a la idea de los futuros que vimos en películas como “Fuga en el siglo XXIII”, aquellos filmes en que los autos no hacían ruido. Un futuro que como nunca vino del todo, que estamos maquillando para que se acople a nuestros sueños. No hablamos de ningún futuro social o intelectual mejor, ni hacia una expansión del conocimiento. Es simplemente creer que vivimos en un futuro y no realmente en el inminente pasado de algo. Y es curioso: vivimos en una sociedad embelesada con sus propios inventos.

“Tim” es una novela sin trama, un juego formal que parece un homenaje a Samuel Beckett y libros como “Malone muere”...

Así es. Es un homenaje a Beckett desde la obviedad. Según pasan los años, y llevo 35 años publicando, uno como escritor se va fijando aspiraciones. Las creación es indagar en el territorio de la literatura que más te ha ido apasionando. Y de allí surge la figura de Samuel Beckett, el padre de casi todos nosotros, que resulta la reducción de la literatura a la esencia del lenguaje.

¿Este juego formal que supone una novela sin argumento es una intención tuya por devolverle a la literatura su intención transgresora, en tiempos en que buena parte de las novelas que se publican hoy son un soporte para la corrección política y las buenas intenciones?

Sí, es lo que he definido a veces como la literatura “causa”. La defensa de alguna causa muy loable…

Pensar en temas que te aseguren la invitación a un festival, digamos…

Claro, una excusa buenista y justiciera que justifique colocarte en un festival. Si resulta que solo haces literatura, te afean. ¿Dónde está el “wellness”, la defensa de algo? preguntan. Defender una causa me parece loable siempre y cuando se convierta en buena literatura. Un ejemplo de ello son los libros de Leila Guerrero o Martín Caparrós, magníficos colegas que admiro y leo con gusto y devoción. En sus libros está la literatura y el tema. Pero si solo está el tema y no la literatura, no me interesa. Lo interesante de Shakespeare no está en quién va a matar a quién, o si alguien engañó a otro. Está en sus versos. Shakespeare es Shakespeare por cómo construye la frase, no tanto por lo que sucede es escena. Yo veo dos grandes corrientes en lo que se publica ahora: la literatura “plot”, escrita para que te adapten en una serie de Netflix o cualquier plataforma, que parecer ser el sueño de todo escritor o escritora, y la literatura “causa” que se defiende por lo justa que sean sus propósitos, no por lo bien escrita que esté.

El rollo “woke”, que le llaman.

Así es. Todos sabemos que el mundo del libro tiene mucho marketing. No hay más que ir a las ferias del libro para verlo, moviéndote entre blogueros, tuiteros, defensores de mil causas justas y no sé qué. De pronto, te sorprendes al encontrar una escritora o un escritor. Las ferias se han convertido en otra cosa. Libros hay muchos, pero la literatura tiene muy poco espacio.

Hablando de temas, uno que destaca en tu novela es la identidad, un interés tuyo desde tus inicios. ¿Cómo cambia la reflexión sobre la identidad cuando uno es un escritor joven y otro cercano a cumplir los 60 años?

Cambia en el sentido de que vas matizando. El libro es en gran medida eso: un intento de jugar con las palabras hasta ver qué límite tiene la expresión. Y este juego me da pie a pensar que la verdadera identidad radica en el lenguaje. La identidad desde dentro, no la que conforman de nosotros los demás, sino la que sentimos como propia, radica en el lenguaje. No en lo bien que hables, sino en lo bien que piensas. Podemos conocernos a nosotros mismos en la capacidad de hacernos preguntas. Cuanto más sofisticadas sean, más densas y profundas serán las respuestas. Ahora vivimos en un mundo obsesionado por la definición de géneros y de orientaciones sexuales y es algo que me parece justo. Es necesario establecer esos parámetros para dejar a la gente en paz para hacer lo que quiera hacer. Pero esa capa identitaria no deja de ser cosmética. No te define realmente. Los individuos no se definen solo por sus orientaciones sexuales, deseos o genitalia. Vivimos obsesionados con cómo nos van a aceptar o no aceptar por fuera, periféricamente. Y esa identidad de exposición periférica me parece muy limitante.

¿Si la identidad es el lenguaje, qué sucede cuando aparecen los modelos artificiales de lenguaje de los que hablas en tu libro?

Sin hacer demasiado espóiler, me interesaba la idea de un lenguaje que vaya creando su propia percepción de existencia. Una inteligencia artificial en camino de copiar el lenguaje de manera prácticamente idéntica al humano, con lo cual se abre allí un umbral en el que no estamos todavía. Las herramientas como el chat GPT recién balbucean. Tienes que ser un profesor muy malo para no darte cuenta que un alumno ha resuelto su examen con una herramienta de IA. Hablan como los políticos: dicen mil cosas distintas para ocultar aquello que no saben. Ahora está en pañales. Parece un niño que habla poquito y mal. Pero a la velocidad que avanza, vete tú a saber que sucederá.

¿Es algo que te quita el sueño?

No, en absoluto. Pienso que hay tres posibilidades frente a esto: Una es aterrarse. La segunda, abrazar la tecnología como si no hubiera un mañana, que también lo veo. Y otra es pensar que son cosas que han estado allí toda la vida. Antiguamente, cuando había mucho analfabetismo, la gente le pagaba a un escribiente para que les escribiera sus cartas de amor.

Ya está de moda usar la IA como herramienta para autoayuda para confiarle nuestros problemas...

Es interesante: se trata de hablar con un cacharro que siempre te va a dar la razón. Por otro lado, los psicólogos tienden a hacer lo mismo. Asienten mucho, esperan a que pase la hora mientras hacen sudokus (ríe).

Además del humor, un elemento clave en todos tus libros, es la música. Al final del libro citas “The robots” de Kranftwerk, que para mí resulta un final de fiesta. ¿Cuán importante es la música como elemento constitutivo de tus novelas?

Es muy importante. Mi manera de escribir tiene que ver con estructuras musicales. No son solo las palabras y lo que significan. Me interesa cómo al juntarse van creando tempos y ritmos. Sucede como en el jazz, con el bebop, donde hay una melodía inicial y luego una improvisación, una deriva de melodía con pequeños recuerdos de melodía constantes, pequeñas notas que luego te llevan, sin darte cuenta, a la melodía principal. En ese momento experimentas una satisfacción y es entonces cuando el público suele aplaudir, al reconocer que se ha vuelto a la melodía presentada al principio. Eso funciona muy bien en el jazz y yo lo utilizo bastante al escribir.

Algo que me contó tu amigo y colega Benjamín Prado es que, de jóvenes ustedes vivían como roqueros sin saber música.

¡Es gracioso porque nos vestíamos como ellos, incluso! Jugábamos a vivir como tales, con mucho menos dinero, claro. Te puedo decir que no sé tocar ni la zambomba, para que te hagas una idea.

Viviste años en Estados Unidos, antes de la elección de Obama, con cierta ilusión por lo que pasaba en la cultura de ese país. ¿La llegada de Trump ha traído abajo tu optimismo?

Desgraciadamente, sí. Viví unos años en Estados Unidos, incluso pasé largas temporadas allá antes de instalarme. He recorrido bastantes Estados y he visto mucha gente en las grandes urbes y fuera de ellas, en pequeños pueblos de Arizona, Texas, La Florida o Luisiana. Y vi más o menos un equilibrio entre el mal y la buena fe, la estupidez más profunda y la inteligencia más brillante. Pero frente a Trump, presidentes como Reagan o Bush me parecen tipos centradísimos. Estoy muy desesperanzado con lo que está pasando en Estados Unidos. Guardo todavía contacto con muchos amigos que están muy incómodos, que Incluso se están yendo fuera hasta que la situación cambie. En su primer mandato, Trump venía de una coyuntura pendular, en que la gente estaba harta de los políticos profesionales. Y llegó este payaso que no tenía ni política ni profesionales. Pero es este segundo gobierno el que aterra, porque ha llegado al poder con deseos de venganza y muchos más votos que antes. La América que yo veía siempre en un equilibrio fino, ahora la veo vencida hacia la oscuridad.

¿No tienes pensado volver?

No me apetece. Hace poco me invitaron a la feria del libro de Nueva York y todavía estoy pensando si ir o no. Los amigos en Nueva York sería lo único que me llevaría a aceptar. La directoria de la feria es colombiana y me dice que nadie quiere ir y que eso les va a hundir más.

Todavía experimentamos el sentimiento de orfandad por el fallecimiento de Mario Vargas Llosa. Le dedicaste algún tiempo a una personal despedida al escritor?

Sí. De hecho, tengo pendiente hablar con Álvaro (Vargas Llosa). Tuve una relación bonita con Vargas Llosa, pero no presumo de ella. ¡Cuando alguien se muere, todo el mundo dice ser su mejor amigo! Como decimos en España, son los que van a los velorios a frotarse con el ataúd. Y eso pasa con figuras muy grandes, como Mario. Puedo decir que tuve una cercanía que venía de la admiración absoluta. Jamás en mi vida creí que me iba a sentar a la mesa y tomar un café con él. Siempre he colaborado desde el primer día que me llamaron con pasión con la cátedra Vargas Llosa. Tuve una relación cordial y amistosa con él. La primera vez que lo conocí que fue en la feria del libro de Bogotá, el año que Perú fue el país invitado, cuando me lo presentaron. Y desde entonces tuvimos una buena relación. Mario Nunca puso una distancia, era increíblemente generoso. Para mí era como el otro lado del espejo. Lo leído como un aspirante a escritor, y es un autor que ha dejado en mí una impronta. Su muerte, aparte de una gran tristeza, me hizo recordar todo lo bonito que fue compartir cosas con él. Eso me reconforta. La oportunidad de haber tratado a un mito personal, es impagable.

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