En estos días que el sol ya calienta la arena y el mar, el gobierno ha dictado una serie de medidas para ir a la playa, una costumbre muy arraigada en Lima. Ni una bola de cristal pudo anticipar que para disfrutar del sol y la playa se tendrían horarios. Ni el más futurista de nuestros lectores imaginó que tendría que reservar su turno, a través de una aplicación, para ir a El Silencio o Agua Dulce.
Este ritual de jugar en el agua y la arena fue heredado de nuestros bisabuelos y abuelos quienes en su juventud frecuentaban los balnearios de Chorrillos y La Punta. En 1867, según cuenta el historiador Manuel A. Fuentes, las familias acomodadas tenían la costumbre de trasladarse a Chorrillos donde se construyeron costosas fincas para veranear.
Con la llegada del siglo XX, la fisonomía de la playa cambió, ya que aparecen cabinas para cambiarse la ropa de baño, sillas tumbonas, toldos, sombrillas y mesas de mimbre. Los bañistas jugaban a las cartas, la pelota, fútbol y tenis. A partir de los años cincuenta, el automóvil simplificó el veraneo de grandes mayorías en los balnearios del sur.
Las páginas sociales de los años 60 dan cuenta que La Herradura se convirtió en obligada pasarela por donde las limeñas lucían amplios sombreros y extravagantes lentes de sol. Las ropas de baño escotadas reflejaban una nueva actitud de las mujeres. Esta playa fue sede de unos de los clubes más exclusivos de la capital: El Samoa. En restaurantes no podemos dejar de destacar a El Suizo. Otros como El Nacional, Bahía y el 21 eran restaurantes que por la noche se transformaban en discotecas. Tal era la popularidad de La Herradura que en enero de 1961 fue inaugurada una linea de ómnibus exclusiva que unía la plaza San Martín con el balneario del sur.
A partir de 1992 el brilló de antaño desapareció al igual que la arena de la playa. La construcción de la carretera, entre el sector denominado La Cruz y La Chira cambiaría drásticamente el aspecto del litoral. Las piedras fueron arrojadas al mar, pero la marea se encargó con el tiempo de llevarlas a la playa. Solo quedó un metro de arena para que las personas puedan tomar sol. La vía nunca fue terminada y tiempo después durante la gestión de Susana Villarán se intentó en vano recuperar este espacio.
La Punta: un balneario con estilo
Las primeras referencias históricas sobre ese pintoresco balneario datan de 1636. En la ‘Historia de Lima’, publicada ese año por el jesuita Bernabé Cobo, nomina a esa singular topografía como ‘La Punta de Tierra Firme' y añade, “es una playa limpia de cascajo menudo, sin rocas ni anegadizos”. Las primeras rancherías y chozas se levantaron en lo que hoy es la playa Cantolao.
A mediados del siglo XIX se establecieron los primeros baños y mediante un Decreto Supremo del 13 de febrero de 1894 se autorizó al Ferrocarril Inglés a extender su servicio hasta el caserío de La Punta, nominación que tuvo hasta el 6 de octubre de 1915, cuando fue elevado a la categoría de distrito en el segundo gobierno del presidente José Pardo. Fueron gestores de su creación política Antonio Miró Quesada de la Guerra, Alberto Secada Sotomayor, Rafael Grau y Agustín Tovar. Su primer alcalde fue Ramón Valle Riestra, sobreviviente del combate de Abtao.
Ya por los años veinte La Punta era uno de los balnearios más concurridos de la época. Las limeñas de entonces, que vibraban al ritmo del charleston, acudían a encantadoras tardes de playa en el balneario chalaco, con sus vistosos trajes de baño a rayas y con graciosos gorritos para protegerse del sol, según dictaba la moda francesa. Aquel estilo conservador se mantuvo hasta mediados de los años 50 cuando se sumó el uso de zapatillas para no lastimarse los pies con las incómodas piedras en la orilla.
En aquella época existía el oficio de ‘bañista’ de las principales familias del balneario. Su trabajo consistía en bañar a las señoras y señoritas, acompañándolas más allá de la orilla para que se dieran buenos chapuzones e intentaran aprender a nadar. En ese entonces, las ropas de baño llegaban hasta los tobillos y tenían mangas, cosa inconcebible en nuestros días.
Los veraneantes se cambiaban en establecimientos acondicionados para tal fin y dejaban sus trajes en guardarropas. Las tarifas variaban entre 2 y 4 soles por día. A la hora del almuerzo, podían escoger entre comer en las vivanderas que expedían anticuchos y picarones, o en los restaurantes del malecón.
Pasada la década del treinta las casonas de estilos afrancesados, moriscos y republicanos solo eran habitadas durante el verano hasta que las estancias se hicieron permanentes. El Gran Hotel, Atahualpa y el Internacional eran los hoteles más importantes de la pequeña y exclusiva comunidad. Los jóvenes chalacos y de otros distritos limeños abarrotaban por las noches el famoso salón de bailes Kursaal.
La casa Carlos Arenas Loayza, las celebradas regatas, campeonatos de bochas, sus cines Majestic y Nido, el malecón Pardo y el tranvía que llegaba desde el centro de Lima dan cuenta de la intensa actividad turística que tenía el distrito. Además La Punta siempre será la capital de todos los deportes náuticos habidos y por haber, lo que la convierte en sede de varios clubes donde se les practica.
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