El caso de María Jimena abrió un debate en torno a la vulnerabilidad de la niñez en el Perú. (USI)
El caso de María Jimena abrió un debate en torno a la vulnerabilidad de la niñez en el Perú. (USI)
Redacción EC

1.

El 1 de febrero de 2018, cuando despertó a preparar el desayuno, Diana Ruiz sintió un latigazo en el pecho y se echó la bendición. No se alarmó demasiado: fue por un sorbo de agua, respiró despacio, dos veces, y encendió el televisor.

—Mami, me quedé dormida. Mami, me voy rápido.
Afuera empezaba a rayar el sol. En la sala, sobre la mesa, su hija María Jimena —once años, la menor de tres hijos— alistaba el neceser para las clases de pedrería que, por vacaciones, recibía en el Club de Menores de la comisaría de Canto Rey, en San Juan de Lurigancho, el distrito más poblado de Lima donde todo sucedió. Jorge Vellaneda, el padre —administrador de una panadería local—, esperaba el desayuno mientras veía las noticias.

Después se sentaron a comer con diligencia hasta que dieron las 8.15 y María Jimena —trenza francesa, blusa floreada, pantaloneta negra, sandalias— se despidió con esa voz que era un susurro. Todavía lo recuerdan bien.

—Ya nos vemos, mami.
—Cuídate, Jime. Jime cuídate, por favor— dijo Diana y le tomó la frente. Le hizo la señal de la cruz porque había leído en la biblia, alguna vez, que la bendición de una madre es poderosa. Entonces la vio atravesar el vano de la puerta en medio de un sol rabioso. Era jueves. Fueron en el auto familiar.

María Jimena y su padre avanzaron por las calles estrechas, rieron un poco, conversaron, no se sabe de qué. Al llegar a la dependencia policial, él la despidió —como acostumbraba— con un beso en la mejilla. Luego aceleró sin contratiempos. Esa fue la última vez que la vio con vida.

2.

Hay un cuadro. En la sala de la casa donde María Jimena vivía, en la manzana D del Jirón Tumbes, hay cuadro: ella sonríe, un día cualquiera, con una calma impecable que conmovía. No están permitidas las fotos desde que ella se fue; ya nadie habla de aquel día. María Jimena es ausencia y dolor: el árbol que crecía afuera, en el jardín, se ha marchitado de a pocos desde ese verano.

Motociclista que halló el cuerpo de María Jimena dijo: “Pensé que era un maniquí”. (Captura)
Motociclista que halló el cuerpo de María Jimena dijo: “Pensé que era un maniquí”. (Captura)


3.

Cuando se acercó la recepción y preguntó por su hija, los policías la miraron asombrados y le dijeron que María Jimena no había llegado. Su nombre no estaba registrado en la lista del taller y Diana evitó pensar cosas. No pensó nada hasta después, cuando se convirtió en un manojo de nervios, en el rostro vivo de la desolación.

Diez horas después, María Jimena no aparecía y fue a poner una denuncia por desaparición en el Departamento de Investigación Criminal de San Juan de Lurigancho. La ficha tiene, entre otras cosas, la foto de la pequeña y un groso error: el policía que recibió los datos colocó como día de extravío el 28 de enero y no el 1 de febrero.

Por su parte, la familia empezó a buscar por las calles aledañas, en el carro, en grupos de vecinos, hasta que a las 5 de la madrugada, presos del cansancio y el miedo, un mototaxista avisó eso que los dejaría petrificados: que María Jimena, Jimenita, la niña luz, la niña de sus ojos, estaba muerta; que su cuerpo calcinado había aparecido bajo un poste, a diez cuadras de la comisaría; y que estaba desnuda con las piernas flexionadas hacia el vientre.

Diana recordó ese latigazo en el pecho del desayuno anterior, y se echó otra vez la bendición. Después fueron y la reconocieron de inmediato por su trenza francesa. El fiscal Luis Espinoza Velásquez dirigió la diligencia de levantamiento del cadáver y tomó las muestras forenses.

Había sido violada y asesinada por César Augusto Alva Mendoza, a quien las cámaras de seguridad grabaron llevándosela en una bicicleta. Luego huyó al distrito de Parcona, Ica, donde lo capturaron. Por ese detalle, la policía lo apodó ‘El monstruo de la bicicleta’. 

César Augusto Alva Mendoza, apodado 'El monstruo de la bicicleta'. (USI)
César Augusto Alva Mendoza, apodado 'El monstruo de la bicicleta'. (USI)


4. 

Se viola.
Se viola y se mata —se ahorca, se desfigura, se apuñala, se quema— sin rastro alguno de piedad, a mujeres, todos los días. De acuerdo al Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables (MIMP), de enero a junio de este año hubo 3 mil 972 casos de agresión sexual. En casi todos, las víctimas tenían entre cero y 17 años; las demás eran jóvenes y adultas. Los agresores son, en general, sus mismos padres, sus padrastros, sus hermanos, sus hermanastros, sus vecinos, los hijos de sus vecinos, el chofer que las movilizaba, algún sacerdote, sus profesores, ese círculo de confianza. Todos los días, se viola —y se mata— a destajo, pero solo se llegan a conocer (a registrar) los casos que se denuncian. Para los otros queda, por supuesto, el silencio.

Rossina Guerrero, psicóloga y directora del área de incidencia política de la ONG Promsex, considera que estamos ante una situación alarmante para la seguridad de las mujeres, sobre todo de las niñas. Casos como el de María Jimena —dice— son el reflejo de un "país que fabrica hombres indolentes", y de un Estado incapaz de proteger a los más vulnerables.

—Los violadores no son enfermos mentales: son hombres que creen que las mujeres son inferiores, que la cosifican. Fíjate en una cosa —Rossina hace una pausa mineral detrás del teléfono—: La enfermedad mental del país es el machismo, el desprecio por las mujeres.

5.

En los primeros cinco meses de 2018, los Centros de Emergencia de la Mujer han recibido 2 mil 323 denuncias de violación sexual en todo el país. Esa, sin embargo, es una estadística sencilla de determinar. Lo complejo es todo lo demás. Lo complejo es que nadie entiende —nadie puede entender— la magnitud de la barbarie. Ninguna terapia, ningún dios, puede curarlo. No hay metáfora capaz de estampar el horror. Una niña violada es, sobre todo, una sobreviviente: alguien que padece estrés postraumático y depresión durante toda la vida.

Una niña que, luego de ser violada, se convierte en madre, solo puede compararse a un crimen sin sangre, a una atrocidad. Si desea extirparlo, correrá el riesgo de morir. Le dirán asesina si aborta. Pasará de víctima a victimaria. Si sobrevive, la internarán en un centro psicológico. Le harán terapias como si el recuerdo, esas bombas molotov, ese tatuaje infecto en el cuerpo, se pudiera eliminar con terapias. Le harán leer la biblia y le dirán que Dios es bueno: que él se encargará de pegar sus pedazos caídos. No comprenderá. No sabrá qué hacer.

—Es una tortura. Las niñas víctimas de violación no pueden ser madres porque el riesgo (cuando van a dar a luz) es cuatro veces mayor al de una persona adulta— señala Brenda Álvarez, abogada de Promsex.

Solo en 2016, mil 702 niños(as) de madres —de entre 11 y 14 años— fueron inscritos en el Registro Nacional de Identificación y Estado Civil (Reniec). Ninguna supo que podía ejercer su derecho al aborto terapéutico en los hospitales y clínicas del país. Nadie lo puede impedir, asevera Álvarez.

Hay, sin embargo, un detalle: "En estos centros de salud no se les ofrece porque, sobre todas las cosas, no se valora su sufrimiento". Hablar de niñas madres es inhumano: una emergencia nacional "que nadie quiere mirar, o nadie quiere hacer caso".

La violencia sexual no solo está aniquilando a nuestras niñas. También viene dejando graves secuelas en un país que ya es psicótico por naturaleza.

6.

Solo lo entiendes hasta que te sucede. En mi familia, todavía lo recordamos bien.
Mi hermana llegó con la voz petrificada, un manojo de nervios, y se encerró en el cuarto como lo venía haciendo desde hacía unas semanas. Nosotros, por su puesto, continuamos con el almuerzo, un día de fines de setiembre o inicios de octubre, hace tres años —no importa—, sin imaginar la revelación que estábamos a punto de escuchar. Mamá se extrañó. Corrió hasta la habitación y llamó a la puerta, muy calmada. Guardar la calma es algo importante en momentos como ese. Yo la seguí sin que me viera.
Aún recuerdo lo que escuché.

El profesor de música de mi hermana, un hombre cuarentipico, le venía tocando las piernas, la espalda, el cuello, mientras la veía tocar una melodía en flauta dulce. Hay cosas que nunca se olvidan. Hubo un silencio mineral, y lágrimas. Nadie tocó el tema en adelante. A la mañana siguiente, mamá fue a la dirección del colegio Jesús de Nazaret y no se movió hasta que el profesor fue expulsado.
Lo expulsaron.
Dos días después, renunció.

Desde entonces mi hermana no puede quedarse sola. A veces, por supuesto, tiene pesadillas y se levanta sobresaltada por el llanto. Tiene la misma edad que María Jimena tenía cuando volvería al colegio Ramón Castilla, el pasado marzo, hasta que se topó con ‘El monstruo de la bicicleta’. 

7.

El audio dura 51 segundos.
El 4 de abril de este año, César Hinostroza Pariachi, entonces presidente de la Segunda Sala Penal Transitoria de la Corte Suprema, fue grabado negociando la anulación de pena privativa contra el violador de una niña. Inquieto, preguntó:

— ¿Cuántos años tiene? ¿Diez años?… once añitos. ¿Pero está desflorada? Ya, ¿pero quién le ha hecho eso? Voy a pedir el expediente para verlo, ¿ya? (…) ¿Qué es lo que quieren? ¿Que le baje la pena o que lo declaren inocente?”.

Fue presentado por IDL-Reporteros e hizo que, de inmediato, el Poder Judicial lo retirara de su cargo. El 24 de febrero de 2017, el juez supremo había firmado una resolución mediante la cual Mauricio Faustino Huamani Saldívar quedaba absuelto del delito de violación sexual —y donde se ordenaba su inmediata libertad.

Hinostroza Pariachi, además, había dado una condena de 30 años a un sujeto que abusó de una niña de 4, porque "solo hubo acceso carnal vía bucal" y no se causó "lesiones o daños a los genitales de la víctima". Esa es la voz repugnante de la justicia.
La justicia que se comercia.
La justicia que nunca llega.

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