

LOS ÁRBOLES
Mi esposo empezó a mostrar los síntomas durante las últimas semanas del verano. A finales de marzo le salió un sarpullido horrendo en un extremo del cuello, perpendicular a la oreja, justo por debajo de la cicatriz del implante, una franja correosa y púrpura que apareció de la noche a la mañana y que no pudimos ocultarles a los niños. Por entonces no se había declarado aún el estado de sitio, ni el toque de queda, ni ocurrían las explosiones que habrían de desmigajar este vecindario.
Mi esposo tardó en darse cuenta de la inflamación porque solía afeitar su abundante barba de enero a abril, los meses más calurosos, y la loción que se aplicaba tras programar el robot del rasurado le dejaba la piel al rojo vivo. Más tarde lo atribuimos al detergente de la lavadora, aunque el resto de nosotros no presentó ninguna reacción cutánea, y demoraríamos en sufrir el mismo destino.
Un día, a la hora del desayuno, Yusef, mi hijo menor, levantó la mirada y señaló a mi esposo con el dedo. Tenía la boca abierta, los gargajos de cereal a medio masticar enfriándose en su lengua, la pasta lechosa resbalándose de su mandíbula al mentón. Amir, mi hijo mayor, se reía entre dientes mirando su taza de café con leche, y palpaba los dedos sobre el mantel de girasoles que cubría la mesa del comedor, abstraído en su dispositivo, dibujando formas invisibles sin prestarnos atención.
Yo regresaba de la cocina y observé a mi hijo, tieso como una estatua, el dedo levantado, y por un momento pensé que su dispositivo se había reiniciado, adoptaba la mirada intensa de la gente que descubre una falla en el sistema e intenta reconfigurar los settings en el panel de herramientas. Luego recordé que Yusef aún no tenía el dispositivo, porque hasta marzo de aquel año la edad mínima para recibir el implante era doce años, aunque había leyes en proceso que se disponían a cambiarla.
—¿Qué es eso, papá? —preguntó mi hijo.
Dejó resbalar un chorro blancuzco que cayó desde su boca al codo de su hermano. Amir le dio un empujón y se secó en el mantel. Mi esposo estaba sentado de espaldas a mí y no pude verlo. Fue recién al bordear la mesa cuando me percaté de las manchas que sobresalían del lado izquierdo de su cuello: unas erupciones coloradas, volcánicas, que me hicieron soltar la taza de café hirviente sobre mis pies.
El estruendo de la loza estrellándose contra el parqué alertó a mi esposo y lo sacó de su estado de navegación. Él también estaba conectado a su dispositivo. Aunque, a diferencia de Amir, quien de seguro enviaba mensajes a sus amigos del colegio o respondía a los chats, David hojeaba las noticias matutinas y movía mínimamente las manos para navegar sobre los bloques de texto que ocupaban su mirada.
—Papá, tu cuello —murmuró Yusef.
David sacudió la cabeza, disipó las ventanas de texto de su campo visual y se llevó una mano a la nuca.
—¡No lo toques! —gritamos Yusef y yo.
Pero fue en vano. Sus dedos, accidentalmente, arrancaron un par de pústulas que a simple vista ni siquiera estaban a punto de supurar. Lo que quedó después fue una llaga profunda, de la cual se precipitó un líquido ambarino, pegajoso, de un olor metálico como a orina rancia. Amir, advertido por el olor, dejó de hacer morisquetas al vacío, y se giró para ver a su padre.
—Qué asco —dijo, cubriéndose la nariz.
—Mejor no vuelvas a tocarlo —le advertí a mi esposo.
Amir se levantó de la silla, se acercó despacio hacia su padre y fijó los ojos en la herida que ahora adquiría un tono más bien violáceo.
—Quítate —le ordené a mi hijo—. No lo grabes, ni le tomes fotos.
—¡Pero si solo quiero buscarlo en red! —respondió él.
—Obedece. Bórralo de tu memoria. Ahora mismo.
Amir cerró los ojos y movió los dedos para desconectarse. Estaba segurísima de que había grabado un video en sus retinas para compartirlo luego en el chat de su colegio. Después de todo, ir a las clases presenciales tenía sus desventajas, aunque yo, la verdad, estaba orgullosa de que mis hijos no fuesen alumnos a distancia, online, como sucedía con la mayoría de niños de su generación.
Luego de la tercera o cuarta pandemia, cuando las cosas volvieron a una normalidad momentánea sin cuarentenas ni mascarillas que, al igual que en los periodos anteriores, solo duraría un par de años, la gente se había acostumbrado a verse de lejos, o a través del dispositivo. En el fondo, yo sospechaba que la educación remota era la causante de esos síndromes de conducta que habían aparecido a fines del siglo anterior y que se pusieron de moda recién a comienzos de este.
Bastaba que los niños se quejaran de no poder adaptarse a un grupo social, de no tener motivación suficiente, o de sentirse culpables por contaminar el planeta para que los psicólogos los diagnosticaran con enfermedades imaginarias como el autismo o el Asperger, o idioteces similares que, en la época de mis abuelos, a fines del siglo pasado, se curaban a correazos, o bien escondiéndoles los celulares.
—Ya chicos, no se peleen —exclamó David—. Seguro que no es nada, me pondré una compresa y mañana estará cicatrizado.
—¡Pero, papá, ella tenía esas mismas manchas! —exclamó Yusef.
—¿De nuevo con eso? —preguntó Amir—. Ya párala.
Enseguida noté que mi esposo se había puesto blanco. Le lancé una mirada fugaz. Él bajó la vista, y miró su taza vacía. Supuse que era inútil seguir ignorándolo, hacía semanas que habíamos intentado enterrar el asunto. Me sentí culpable. Yusef todavía se orinaba en la cama y despertaba gritando en medio de la noche, pero le habíamos dicho que ella ya no existía para nosotros, que la olvidara, que dejáramos el asunto atrás.
—Mi amor, ¿ya no te acuerdas de lo que hablamos? —le dije, acariciando su rostro, intentando ocultar mi propia turbación.
Yo también tenía miedo. Es terrible minimizar algo así frente a tus propios hijos. Quería convencerme a mí misma de que ella había desaparecido, me negaba a aceptar la evidencia que tenía delante de mis ojos y que me martillaba la cabeza hasta abrirme una fisura en el cráneo. Cada grito que mi hijo pegaba en las madrugadas hacía crecer dentro de mí una bola inmensa y palpitante, que me nublaba la vista.
—¡Mamá, es que ella...! —insistió Yusef.
—¿Acaso no oyes a tu madre? —aulló David—. ¡Basta ya!
Yusef obedeció al instante, derrotado, harto de que no le hiciéramos caso. Mi esposo cogió una servilleta y se limpió el fluido que le descendía del cuello hasta el borde de la camisa. Amir, como era su costumbre, prefirió alejarse. Él era así, apático, desapegado, todo lo contrario de su hermano. Fue a sentarse junto a la ventana para espiar la barriada de casuchas de cartón piedra que asomaba en el malecón. Yo empecé a temblar, a pesar del calor.
Afuera, el sol recalentaba los vidrios de las ventanas que manteníamos abiertas y también la angustia que se agolpaba en mi pecho. La aridez desértica de la costa se había vuelto un infierno, y las temperaturas ahora alcanzaban los treinta y nueve grados centígrados, casi diez más desde la primera pandemia de este siglo. La claridad empezaba a cocinar las calles y veredas, haciendo vibrar el concreto de los edificios sembrados al pie del malecón y la bajada hacia la playa, hoy repleta de campamentos de indigentes apiñados en la periferia de la costanera y los acantilados, carpas improvisadas e inmundas como la que ella seguramente habitaba.
Al menos esa fue la explicación inicial. Ella se había escapado de alguna de esas casuchas y había venido a perturbar nuestro hogar.
Ella, la mujer del portal.
La novela se presentará mañana el jueves 12 de junio a las 7 p.m. en la librería El Virrey en Miraflores (Bolognesi 510).
Acompañarán al autor Hernán Migoya y Alberto De Belaunde.
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