Durante el verano triste de 1939, Josefina Manresa le envió una carta a su marido, quien se hallaba confinado en la cárcel madrileña de Torrijos. Una carta más. Una de cientos. En ella Josefina le contaba cómo se vivía en el pueblo el fin de la guerra —sobre todo siendo la mujer, casi la viuda de uno que peleó con fervor en el bando de los vencidos— y, lo más apremiante, las urgencias que padecía para alimentar a su hijo Manuel Miguel, nacido en enero de ese año. Solo tenían pan y cebollas para comer.
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Es difícil imaginar, tratar de medir el dolor del marido, el del padre. Un dolor de rabia y pena por estar alejado de los suyos, por no poder hacer nada para paliar sus carencias. Porque recordaba la cara de su primogénito, Manuel Ramón, quien muriera desnutrido con apenas diez meses, tres antes del nacimiento de su hermanito. Aquella vez el padre, que era poeta, destiló la tragedia escribiendo el que quizá sea su poema más hermoso, 120 versos dedicados al niño y a Josefina, divididos en 24 estrofas divididas en tres partes. Se llama “Hijo de la luz y de la sombra”.
El prisionero, que redactaba cartas y poesías en trozos de cartón, en el reverso de hojas usadas incluso y muchas veces en papel higiénico, respondió el 12 de setiembre: “El olor de la cebolla que comes me llega hasta aquí, y mi niño se sentirá indignado de mamar y sacar su zumo en vez de leche. Para que lo consueles te mando estas coplillas que le he hecho, ya que para mí no hay otro quehacer que escribiros a vosotros o desesperarme. Prefiero lo primero”. Estas “coplillas”, que serán luego conocidas como “Las nanas de la cebolla”, integradas a la carta con letra apurada, dicen cosas como
La cebolla es escarcha
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla,
hielo negro y escarcha
grande y redonda. […] Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.
No verá nunca publicados estos ni ningún otro poema que escriba en prisión. Póstumamente, el conjunto se llamará “Cancionero y romancero de ausencias”. Tampoco verá casi a su compañera y a su hijo, apenas cuando lo transfieran a una cárcel de Alicante, cerca de su pueblo.
La historia de Miguel Hernández es compleja y ardua, jodida, intensísima, como el tiempo que le tocó, como la realidad más allá de la poesía, como la Guerra Civil. Parafraseando otros versos, llegó con tres heridas: la de la vida, la del amor y la de la muerte.
LA HERIDA DE LA VIDA
Contaba Vicente Aleixandre que cuando publicó “La destrucción o el amor”, Miguel Hernández, que era pobrísimo, le escribió pidiéndole un ejemplar de regalo. Y que al final de la misiva, bajo su firma, puso “Pastor de Orihuela”.
Orihuela, en el Levante valenciano, es hoy una ciudad pujante y cosmopolita que cuenta con casi cien mil residentes, pero que cuando nació Miguel Hernández Gilabert, el 30 de octubre de 1910, era, como la mayoría de pueblos españoles de esa época, poco más que una villa feudal. Hernández fue el tercer hijo de un matrimonio formado por una mujer enfermiza y un tipo basto y brutal que criaba cabras. La pasó difícil desde pequeño: como sus hermanos apenas pisaron la escuela, su padre, en una estúpida forma de justicia, solo le permitió dos años de estudios, pese a que el chico fue becado por los jesuitas vistas su innegable inteligencia y capacidades. Fascinado por las palabras, se volvió autodidacta, y leyó y estudió con fruición mucha poesía, sobre todo el Siglo de Oro, en especial a Góngora.
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Elvio Romero, su más devoto exégeta, da por hecho que Hernández comenzó a escuchar su propia voz misteriosa durante los largos días en el campo, arreando el ganado. Y es muy posible, hay una marca silvestre, casi salvaje en la vida y los trabajos del poeta. Esas ensoñaciones entre la dehesa y las orillas del Segura, además de la necesidad de amplitud para ensanchar el corazón, el espíritu andariego y la pasión por la naturaleza —su amigo Pablo Neruda recordaría décadas después que Hernández le contaba que se echaba en el pasto para oír la tierra, que pegaba la oreja a las ubres de las vacas para sentir la circulación de la leche—, le metieron pronto en el cuerpo la vocación y una actitud disconforme ante la vida y las injusticias. Ello porque su padre, asqueado de las veleidades poéticas del muchacho, comenzó a darle tundas por descuidar a las cabras. Eso primero. Luego lo golpeaba por quítame esta paja, en la cabeza, tanto que según Elvio Romero le dejó una secuela de cefaleas y nerviosismo que lo acompañó hasta el fin. Dicho sea de paso, Miguel Hernández sufrió hipertiroidismo (de ahí su mirada saltona).
Animado tras ganar un concurso en su pueblo —el único galardón de toda su vida—, con 21 años viajó por primera vez a Madrid el último día de 1931, ocho meses después de declarada la Segunda República. Tenía el sueño de vivir de la poesía. Ahí conoció a Rafael Alberti y se acercó a las fuentes de la Generación del 27, pero lo cierto es que la ciudad y su ruido y sus luces lo aturullaron. Logró que le publicaran unos poemas en la revista “Estampa”, donde lo presentaban como “el poeta cabrero”, un exotismo que no le hacía gracia pero que decidió aprovechar, desesperado por lograr cierto reconocimiento. Pero las puertas no terminaron de abrírsele como sí de acabársele el dinero. Durmió en vagones del metro antes de darse por vencido y, cinco meses después, regresó a Orihuela, gris de frustración.
LA HERIDA DEL AMOR
Mientras terminaba de darle forma a su primer poemario, conoció en Murcia a Federico García Lorca, entonces —y acaso siempre— la encarnación poética de España. Sobre la relación que tuvieron hay dos versiones opuestas: algunos, como Romero, afirman que fue un encuentro entrañable; que Lorca, doce años mayor, le ofreció su apoyo, al cual recurrió Hernández cuando salió el libro y este pasaba sin pena ni gloria entre la crítica. Otros dicen que el debutante se mostró soberbio y altanero con el maestro, y que este lo eludió y desdeñó por siempre; que su sola presencia —tan vehemente— le causaba repelús.
En enero de 1933 salió “Perito en lunas”, un libro barroco, enigmático: la impronta de Góngora es evidente. Al poeta, sin embargo, le faltaba una musa, y con todo el vigor romántico de sus 22 años la buscaba. Conoció a Josefina Manresa, una costurera hija de un guardia civil, pobre y poco instruida como él. La espiaba cuando salía de la notaría donde trabajaba, no se sabe bien haciendo qué (en su posterior carnet del Partido Comunista pondrá, de ocupación, mecanógrafo).
La linda Josefina no entendía nada de poesía, salvo que casarse con un poeta podía resultar un mal negocio. Hernández no cedió, y comenzaron una larguísima relación epistolar que fue, al final, la forma como más se conocerían.
En marzo de 1934 regresó a Madrid, con su libro y con un auto sacramental que había escrito pero que no llegó a ver montado: no era el mejor momento, se vivía la crisis republicana con el nuevo gobierno de derecha, que había suspendido todas las reformas logradas hasta entonces. La intelligentzia bullente estaba en las filas de la izquierda, con la que Hernández se identificó plenamente. Comenzó a trabajar con el insigne polígrafo José María de Cossío en la redacción de la biblia de la tauromaquia: “Los toros”.
Durante los siguientes meses se politizó. Un día lo detuvieron por no llevar papeles, y fue golpeado y vejado por los guardiaciviles. Liberado, fue directo a buscar a Rafael Alberti para afiliarse al Partido Comunista.
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En ese tiempo iba y volvía a Orihuela, de los campos a la metrópoli, de los aldeanos a los intelectuales, de Josefina a… Hernández conoció a la pintora Maruja Mallo, extraordinaria, seductora, una femme fatale ocho años mayor que le provocó romper con su novia, fríamente, por carta, en el verano del 35. Y vivieron un romance huracanado que, sin embargo, pasará, como otros para ella, mientras que nuestro hipersensible personaje quedará de pena. Intentará repararse con la poeta murciana María Zegarra, pero no. “¿No cesará este rayo que me habita?”, escribe.
Con el dolor de sus tres mujeres sumado a la reciente muerte de Ramón Sijé — anagrama de José Marín, su brillante “amigo del alma” al que le dedicó su “Elegía”—, ensambló su segundo poemario, “El rayo que no cesa”. Madrid ardía a inicios de 1936, el poeta desolado sintió que no tenía más que hacer ahí, que necesitaba volver a su raíz, a la vida serena. A Josefina. Pese al inmediato éxito del libro, regresó a Orihuela.
LA HERIDA DE LA MUERTE
El 17 de julio de 1936 Francisco Franco se sublevó en Melilla, dando inicio a la Guerra Civil, y un mes después Lorca fue asesinado en Granada. Al tiempo, una pandilla franquista mató al padre de Francisca y Miguel Hernández, desesperado de sentirse inútil, volvió a la capital y se alistó en el 5º Regimiento Republicano. Pronto fue nombrado comisario político, aun sabiendo que si perdían la guerra, estaría condenado a muerte.
Al cabo de unos meses lo trasladaron a la 10ª Brigada (el famoso “Batallón del Talento”), que era donde iban a parar los intelectuales. Hernández trabajó con la pasión que le ponía a todo en actividades de propaganda y dirigiendo un periódico divulgativo. Mientras ello ocurría, no dejaba de escribir, poesía pero también teatro, obsesionado con la idea de que era posible un arte urgente, comprometido y verdadero a la vez.
En marzo de 1937, sin embargo, dejó todo de lado, y fue a su pueblo a casarse con Josefina Manresa. Él tenía 26 años, ella acaba de cumplir 22. Después de la boda partieron a Jaén, donde el poeta-comisario había sido destacado. Y ahí Miguel y Josefina vivieron juntos por cuatro semanas, el período más largo que compartirían. Ella tuvo que regresar a su pueblo, pues su madre se moría. Cuando ello sucedió, vino acompañado de la noticia de que esperaban a su primer hijo. De esa época es “Canción del esposo soldado”.
En el verano de ese año publicó “Vientos del pueblo (Poesía en la guerra)”, con sus versos más comprometidos, y conoció a César Vallejo en un congreso. Luego, ya siendo un poeta famoso —pero en la coyuntura más infeliz— viajó a Moscú, de donde volvió extenuado y enfermo. Pero no se daba tregua, y después de una breve visita a su mujer embarazada, partió otra vez a la batalla. En los meses siguientes luchó en los frentes de Teruel, Andalucía y Extremadura. En octubre de 1938, sin embargo, estuvo presente al momento de morir su hijo. Desolado y devoto, le escribió a Josefina el simple, bellísimo “Menos tu vientre”.
El último libro que editó en vida, “El hombre acecha”, fue secuestrado por el franquismo antes de salir de la imprenta, a inicios de 1939, y tuvieron que pasar 42 años para que viera la luz. Con el fin de la guerra y la derrota republicana, Neruda le ofreció asilo en la Embajada de Chile, pero Hernández declinó. Sin embargo, sabiendo que su vida corría verdadero peligro y preocupado por su familia, decidió fugar a Portugal. Como no tenía dinero, tuvo que vender el reloj que le había regalado en su matrimonio Vicente Aleixandre. La policía de Salazar, el dictador portugués, lo tomó por un pillo y lo mandó de vuelta a Madrid.
Fue condenado a muerte. Sus amigos influyentes intercedieron por él ante el ministro Sánchez Mazas (muy recordado por quienes leyeron “Soldados de Salamina”, de Javier Cercas). Franco habría dicho: “No, otro Lorca no”, aludiendo que los republicanos no necesitaban otro mártir. La condena fue trocada por 30 años de reclusión, que no cumplió.
***
En 1972, el cantautor catalán Joan Manuel Serrat publicó el primero de los dos discos que le dedicaría a Hernández, el mismo que significó una ampliación del reconocimiento del poeta, sobre todo en Latinoamérica. Muchos recuerdan hoy con emoción su adaptación de la segunda parte de “El herido”, de “El hombre acecha”, rebautizado por Serrat “Para la libertad”:
Porque donde unas cuencas vacías amanezcan,
ella pondrá dos piedras de futura mirada
y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan
en la carne talada.
Retoñarán aladas de savia sin otoño,
reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.
Porque soy como el árbol talado que retoño:
porque aún tengo la vida.
Miguel Hernández murió en la cárcel de Alicante el 28 de marzo de 1942, víctima de tuberculosis. Tenía 31 años. Nadie pudo cerrárselos, así que lo enterraron con los ojos azules y abiertos.
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