En frágil equilibrio sobre sus patas de pato y manos palmípedas, el hombre de 1,60 cm, patizambo, chueco y desmuelado, es una saeta sobre el verde esmeralda. Goyo Luna (25), puntero izquierdo del Sol de América, ha nacido con la asombrosa virtud de enviar esféricos al ángulo, allí donde las arañas tejen su red. Siempre zigzagueante y embalado. Siempre abierto al polvo matemático del cálculo de probabilidades. A dejarnos boquiabiertos en la ciencia infusa del fútbol. Nadie podía creer que ese amasijo de lacia melena con crenchas entremezcladas de oro y betún negro lustroso era el mayor fenómeno del siglo veinte.
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Ni Pelé, ni Di Stéfano, ni Beckenbauer, ni Cruyff, ni Maradona: el esmirriado paraguayo era la suma de todos ellos. Pero lo mejor de aquella cosa maltrecha no era ser el más grande entre los grandes: lo mejor era que él mismo no lo sabía. Y por eso rechazaba ofertas millonarias de clubes de Europa y la prensa lo miraba con una mezcla de rabia y asombro: nunca los premió con una sola palabra. “No tengo nada que declarar”, decía. Hasta esa indómita tarde cuando entregó la vida por darle el triunfo a su equipo. Vino el centro al área chica, Goyo Luna se elevó y, en fantástico vuelo de dos tiempos, cabeceó el balón a la red antes de estrellarse contra el parante derecho y partirse el cráneo en dos.
Por supuesto que Goyo Luna nunca existió. O, mejor dicho, existió para los miles de espectadores que se asomaron a las páginas de “Cuentos de fútbol”, esa notable selección de plumas que Jorge Valdano convocara en 1997 y que en las manos de Augusto Roa Bastos (Asunción, 1917) alcanzara un soberbio grado de perfección estética. “El crack”, cuento del que hablamos, es un bello ejemplo de magnetismo y expresividad cuyo centro pivota sobre ese antihéroe chueco, zurdo y ciertamente trágico, aunque de impecable calidad ética. Tan brillantes como sus ojos verde-dorados de gato birmano. Y como suele ocurrir en la literatura, lo más probable es que aquella amalgama de generosidad, bondad, humildad y genio artístico no haya sido otra cosa que el reflejo de quien lo perpetró.
Roa Bastos, Premio Cervantes de las Letras, no solo fue una auténtica cumbre de las letras latinoamericanas sino un sujeto integral que supo enfrentarse a dictaduras como la de Alfredo Stroessner, que lo mandó al exilio. Es decir, le puso un galardón. Y, como el héroe del que hablamos, “nunca quiso ser más de lo que naturalmente era. Y a la verdad, poco era lo que representaba el hombre, al menos en su aspecto exterior”. Y entonces desandamos el camino de las letras —allí están “El Hijo de hombre” o “Yo el Supremo”— para incidir sobre el amante del deporte rey. Un nexo que se afianzó durante su estancia en Argentina, donde vivó.
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Por eso, en la célebre conversación que sostuvo con Ernesto Sábato, ambos cuentan cómo un esférico de cuero es capaz de enhebrar, articular y hacer funcionar una estrategia. Si para Borges “el fútbol despierta las peores pasiones, es popular, porque la estupidez es popular” y solo veía “veintidós estúpidos corriendo tras una sola pelota”, para Roa Bastos el fútbol era el termómetro indicado para entender cómo deviene la existencia. Y como Camus, otro existencialista que en su solipsismo siempre se daba maña para metaforizar la trayectoria de una pelota con la vida misma, el paraguayo consideraba que el fútbol contenía todos los conceptos capaces de articular tácticas, destrezas y maestrías.
Dueño de una obra rica en semiótica, antropología y sociología, Roa Bastos fue un devoto confeso de la poesía de Vallejo y un admirador del idioma quechua. Además, en sus últimos días, cuando los rigores de la enfermedad arreciaban, fue operado gracias a una mano anónima que pagó toda su hospitalización. Después supo que fue José Luis Chilavert, arquero paraguayo que se granjeara una entrañable enemistad con nuestra hinchada desde las sedas de Vélez Sarsfield o la selección de su país.
Y ahora, ad portas de un nuevo encuentro entre nuestras selecciones, era preciso recordar a ese autor incandescente capaz de hacernos creer que su pequeño país efectivamente vivió ese héroe sobrenatural que metió su último gol segundos antes de romperse la crisma en el poste de un equipo irónicamente llamado El Porvenir.
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