Parecía una buena idea. Es lo que pienso cada vez que veo un nuevo montaje de "Fausto". Y digo parecía porque nunca he encontrado una puesta en escena verdaderamente satisfactoria basada en el clásico de Goethe. O se ha tratado de espectáculos vacíos apoyados en ideas que intentan deslumbrar o incomodar, o de interminables peroratas que pretenden ser más profundas y significativas que el original.
Otras solo se convierten en parodias de sí mismas. Ocurre en el teatro y también en el cine, donde se han realizado películas interesantes pero que decían más de los cineastas que del autor alemán. Y en la ópera, hablando del "Faust" de Gounod, el asunto resulta más atractivo gracias a su bellísima partitu-ra y porque se concentra en la historia de amor. Pero eso no la hace una adaptación ideal y los eruditos seguidores de Goethe la desprecian, refiriéndose peyorativamente a ella como "Marguerite", debido al énfasis en el personaje femenino.
"Fausto" no es una obra fácil y tal vez no fue escrita para ser representada. Es tan compleja y filosófica que resulta casi imposible llevar sus temas principales al escenario elegido. Así, el principal reto del realizador es enfocar su atención en algunos elementos.
La historia del sabio que vende su alma al diablo al final de su vida va más allá. Es un
estudio de la naturaleza y el alma humanas en el que, a través de las ideas cristianas del bien y el mal, llegamos a una confrontación del hombre consigo mismo. Con su condición. Con su fe. Con su conciencia.
En el montaje que podemos ver en el teatro La Plaza, la directora Marian Gubbins logra una lectura cuidadosa que evita la solemnidad y crea un universo que apela a la naturalidad. Pero es ese universo el que le juega en contra. Porque no logra equilibrar los elementos a los que recurre, sino que se deja llevar haciendo énfasis en materias aisladas y perdiendo de vista el todo.
De arranque, el diálogo entre Mefistófeles y Dios es forzado. La innecesaria sencillez de la conversación no la podemos tomar en serio ni por un momento. Entonces surge la primera interrogante: ¿La directora apelará al humor? No. Luego vendrán momentos dramáticos, otros románticos, una secuencia musical, mucha palabra y el desenlace.
Es cierto que todo eso se puede desprender del original, pero le corresponde al director crear armonía y Gubbins no lo consigue. Las actores no están mal, aunque difícilmente pueden sentirse libres del peso del montaje. Fausto y Mefistófeles, encarnados por Gerardo García Frkovich y Alfonso Santistevan, nunca conforman un tándem. Parecen provenir de obra diferentes. Solo funcionan en la secuencia del cortejo a Margarita en presencia de Martha, personajes mejor trabajados por las actrices Vania Accinelli y
Ana Cecilia Natteri.
Es interesante la inclusión del ballet en el famoso pasaje del viaje al infierno. Sin embargo, la selección musical, la coreografía y el tono de la escena no causan el impacto necesario. Es inoportuna y desordenada.
Pero tal vez lo que más me desconcierta e impide que el “Fausto” de Gubbins me conmueva es que no tiene una postura sobre la fe. Eso se pone de manifiesto en un ilegible final, incapaz de aclarar que en la salvación de Margarita está la condena del protagonista. En escena vemos a una mujer enloquecida que recita sus oraciones mientras su ex amante intenta "salvarla", cuando esa redención está en su fe.
Ella no tiene mancha y Goethe es muy claro en ese punto: hay seres que no pueden ser corrompidos. Margarita es uno de ellos y cumple con todos los requisitos para conseguir el perdón de sus crímenes. Es ahí donde Fausto pierde, no en haber sucumbido a los placeres ofrecidos por el diablo. Lamentablemente, solo vemos un chirriante desenlace en el que un apurado Mefistófeles se lo lleva hacia el infierno.
Si esa era la intención de la directora, se trata de un punto de vista cuestionable que no ayuda a comprender a Goethe. Una vez más, solo parecía una buena idea.