Tiempos amargos los que nos ha tocado vivir. Tiempos en que la pena, la indignación, el miedo, la confusión e incluso la esperanza se agolpan desordenadamente en nuestras mentes. Sentimientos, a veces encontrados, que afloran como respuesta a hechos muy concretos. Es el caso de las muertes en las puertas de los hospitales, por no decir en la vía pública, de decenas de conciudadanos; o el robo a mano armada de “servidores públicos” que ahora ocasionan, con sus crímenes de lesa humanidad, fallecimientos de policías bajo su comando. Pienso que ya no es posible negar que la luz al final de este túnel macabro es tan débil que transitarlo provoca escalofríos, hasta a los más valientes.
Y es que, a pesar de los esfuerzos en esta cruzada por la vida de médicos, enfermeras, limpiadoras anónimas, servidores públicos e incluso científicos, existen muchísimos muertos que llorar, historias amargas que asimilar, una miseria vergonzosa sobre la cual reflexionar; mientras el tiempo fluye sin estructura así como, a punta de voluntarismo, navega un Estado pobremente organizado. El Estado que lucha contra el COVID-19 es, grosso modo, un leviatán vetusto que desconoce el concepto de planificación nacional y, por eso, en su momento, fue tomado por los Baratas y su pandilla, pero también por los Sotomayores y los Morenos, quienes lo desvalijaron. De esos billones, robados y despilfarrados, que nos hubieran permitido contar con hospitales debidamente equipados además de viviendas salubres, colegios impecables y un sistema de agua potable y desagüe que esta república agrietada pero con infinidad de recursos merece.
Estudios recientes muestran cómo el concepto del tiempo ha variado dramáticamente con la pandemia. En este mundo de confinamiento forzado y ausencia de rutinas cotidianas, las fechas se confunden en nuestras cabezas y lo único que existe es el ayer, el hoy y el mañana. La pandemia, opinan los expertos, ha afectado nuestra habilidad de pensar claramente, de aprender y de recordar. A los peruanos, caracterizados por una falta de memoria histórica, no debería de sorprendernos esta desorientación cognitiva. Fuimos socializados, para bien o para mal, en la idea de vivir el hoy. Y ello, desgraciadamente, nos está pasando una factura en vidas humanas por una precariedad que no la trajo el coronavirus. La tragedia de los “retornantes”, por ejemplo, que regresan a sus lugares de origen huyendo del hambre y de la falta de trabajo muestran los límites de un modelo que empezó en la década de 1940. La huida de Lima, esa ciudad-trampa incapaz de ofrecer a sus hijos adoptivos la promesa de una vida mejor, anuncia un cambio de paradigma que si lo leemos bien puede ayudarnos a reescribir una historia que no dependa de los proyectos faraónicos, imaginados por otros, sino de un modelo de desarrollo que ponga la vida y el bienestar de la ciudadanía por delante. Para ello, hay que posicionar ministerios que, como el de Agricultura, nunca estuvieron en la prioridad de los que nos gobernaron. En un lugar como el Perú donde existía una “estrategia territorial” y tambos llenos de comida, como fue el caso del incanato, el agro no ha merecido el interés de un Estado siempre seducido por ideas absurdas. Es momento de que nuestra ministra de Economía, que está sirviendo al Perú en una coyuntura trágica, mire hacia adelante y dentro de su proyecto de reactivación piense en la agricultura. Ello permitirá sentar la infraestructura para ese retorno al campo que está avizorándose, en el mundo, como una tendencia para la pospandemia. Un plan claro para los que ven en las pequeñas chacras, que dejaron atrás, un retorno a sus orígenes y a la vida por la cual están dispuestos a caminar, centenares de kilómetros, con sus hijos a cuestas.
En estos días de aislamiento, decidí volver a leer la historia de los monasterios medievales, en especial el de la orden benedictina que sentó el modelo de comunidad autosostenida, surgida en Europa luego de la caída del Imperio Romano. La Regla, como fue llamado el protocolo benedictino, posee una serie de conceptos tan relevantes y actuales como: raíces, pertenencia, espacio, atención y silencio. Lo que remite a la idea de que hombres y mujeres necesitamos amar y ser amados para ser verdaderamente humanos; que anhelamos un lugar de pertenencia, que no es meramente geográfico; que requerimos ser libres, pero también estar dispuestos a obedecer a la autoridad. La Regla para la convivencia en un mundo que se derrumbaba apeló al individuo pero, también, a la importancia de la comunidad en un entramado de relaciones que iban desde limpiar la cocina hasta producir ese licor inventado por un monje de la orden, Bernardo Vincelli, hecho con 27 plantas y múltiples especias.
Y mientras leía esa fascinante historia de sobrevivencia y creatividad, pensé en otro libro magnífico, más contemporáneo, al que tal vez deberíamos volver en la pospandemia. “Lo pequeño es hermoso: Un estudio de la economía como si la gente importara” es la obra pionera de E. F. Schumacher, quien no solo anunció en 1973 el colapso de una economía alejada de la naturaleza, sino que también demandó la participación de cada individuo en un cambio ineludible. “La respuesta es tan simple”, afirmó Schumacher, era cuestión de “poner nuestra casa interior en orden”. Considerando que “el valor ultimo” dependía “del fin al que servimos”. Schumacher, opinaba que ese fin estaba inscrito “en la tradicional sabiduría de la humanidad”. Debió llegar un virus mortal para recordarnos que la vida es la riqueza más valiosa, ojalá esta vez sobrevivamos y no lo olvidemos.
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