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¿Hackers? De los buenos, porfa
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¿Hackers? De los buenos, porfa

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No todo el que se cuelga la etiqueta de hacker merece ese título. Menos aún si lo hace para justificar la intrusión en bases de datos del Estado. El , con un alias tan criollo como InkaRoot, nos confronta con una pregunta incómoda: ¿estamos celebrando la valentía de denunciar corrupción o normalizando la vulneración de la nación digital?

La historia ya es conocida: un usuario se atribuye haber ingresado a los servidores de la Dirección de Inteligencia de la PNP y difundir gigas de información a través de Telegram. Habla de desenmascarar corruptos, promete nuevos blancos –incluida la presidenta Dina Boluarte– y se presenta como hacktivista. Los medios lo retratan con cierto halo de mito urbano: el hacker que desafía el poder. Pero cuidado: aquí no estamos ante Elliot Alderson de Mr. Robot, sino frente a una confusión peligrosa entre hacker y cracker.

Un hacker, en su acepción histórica, no es un intruso que rompe cercos ajenos. Es un ciudadano digital que domina la tecnología para mejorarla, comparte conocimiento, promueve la apertura y cree en descentralizar el poder. Una ética que Steven Levy documentó en los ochenta y que Pekka Himanen popularizó en “The Hacker Ethic”, con Linus Torvalds como ejemplo vivo al liberar Linux, el bien público digital más influyente de nuestra era. El hacker es un innovador social que construye; el cracker, en cambio, irrumpe sin permiso, pone en riesgo a terceros y deja al Estado más expuesto.

El hacktivismo tampoco es licencia para todo. Es una forma de participación ciudadana mediada por tecnología que defiende derechos digitales, promueve acceso abierto o audita sistemas.

Dicho esto, no podemos ignorar lo otro que desnuda Dirinleaks: nuestra fragilidad en ciberseguridad estatal.

La PNP y otras instituciones responden tarde y comunican mal. El problema no es solo la intrusión, sino que era posible y hasta previsible. Aquí asoma el verdadero debate: ¿seguiremos reaccionando como si todo fuera un episodio aislado o diseñaremos mecanismos para prevenir y remediar?

Tres principios deberían guiar esa discusión. Primero, legalidad y debido proceso: la lucha anticorrupción no se libra al margen de la ley. Segundo, no daño: la transparencia exige responsabilidad frente a terceros inocentes. Y tercero, construcción de capacidades: necesitamos programas de hacktivismo en el Estado, protocolos de divulgación coordinada de vulnerabilidades y métricas públicas de respuesta a incidentes.

De lo contrario, lo que hoy parece heroicidad terminará siendo un boomerang. Porque si glorificamos al cracker como ‘justiciero digital’, abrimos la puerta a que el fin justifique los medios. Y ese es un lujo que una democracia no puede darse.

Prefiero reivindicar al hacker cívico: el ciudadano que usa su conocimiento para reforzar instituciones, abrir datos y construir confianza. Esa es la diferencia entre la adrenalina de vulnerar un servidor y la ética de transformar un sistema.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Maite Vizcarra es Tecnóloga, @Techtulia.

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