
“Cuando oigo hablar de cultura, echo mano a mi revólver”. Se ha repetido tantas veces que parece una cita histórica y, sin embargo, no lo es. No la dijo Goebbels, aunque muchos insisten en atribuírsela. En realidad, es la versión más famosa que sale de la boca de un personaje de Schlageter, una obra del dramaturgo nazi Hanns Johst. Pero su origen es lo de menos. Lo inquietante es su vigencia perversa.
Hoy resuena en el Perú, no en la voz de un general de las SS que se escondió en nuestras tierras, sino en la de burócratas que, con la frialdad de quien aprueba una compra de papel bond, han decidido imponer restricciones a las obras y espectáculos que se presenten en el Gran Teatro Nacional.
Ahora toda expresión artística en este espacio debe alinearse con las “buenas costumbres” y los “objetivos institucionales del Ministerio de Cultura”. Términos gaseosos, perfectos para justificar cualquier decisión arbitraria. ¿A qué valores nos referimos? ¿Quién define la moral? Nadie lo sabe, pero el mensaje es claro: la cultura no debe cuestionar ni incomodar, solo entretener con finales felices, como si la vida no estuviera llena de contradicciones y verdades incómodas.
¿Quién decide qué es una “buena costumbre”? ¿Un comité de funcionarios que solo pisa teatros para subirse a los escenarios en las fotos oficiales? ¿Censores de sacristía que dictarán qué es arte y qué es peligroso?
Nada de esto es casual. La cultura en el Perú está asediada por un poder que la teme y la desprecia. El Ministerio de Cultura se ha convertido en un centro de vigilancia ideológica y, su burocracia, en verdugo. Ahora pretenden transformar el Gran Teatro Nacional en un parque temático de la complacencia, donde el mayor riesgo sea que alguien se duerma en la butaca.
Si alguien duda del regreso de la censura, basta leer la declaración jurada que debe firmar cualquier productor que desee tener acceso al Gran Teatro Nacional. En ella, con la solemnidad de un contrato medieval, se compromete a que “el espectáculo/evento no contiene actos de burla, desprecio u odio que denigren la dignidad humana, la manera de vivir juntos, los sistemas de valores, la moral, las tradiciones, creencias y buenas costumbres”.
Bienvenida la cultura, pero solo si es dócil y estéril. Porque las “buenas costumbres” han normalizado la corrupción, el machismo, el abuso de poder y la impunidad.
No es la primera vez que el poder intenta imponer restricciones a la cultura bajo el pretexto de la moral. En su momento, “Los ríos profundos” de José María Arguedas incomodó a quienes no querían ver reflejada la brutalidad del racismo en la sierra. Mario Vargas Llosa fue atacado con ferocidad por su retrato implacable del sistema imperante dentro de un colegio militar en “La ciudad y los perros”. Oswaldo Reynoso fue fustigado por la crudeza con la que retrató la marginalidad juvenil en “Los inocentes”.
Toda censura responde a un lineamiento político o ideológico. No es casualidad, entonces, que el teatro de los poderosos no moleste, pero el que denuncia y visibiliza sea considerado peligroso. La cultura, en su mejor versión, no solo entretiene, también rompe espejos y obliga a mirar lo que nadie quiere ver. Y ese es el problema. No quieren que nadie mire. No quieren que nadie piense.
Pero la historia también nos ha enseñado algo. La cultura nunca se ha dejado domesticar. Ni censores ni decretos mediocres han logrado borrar su capacidad de resistencia. Que no se equivoquen los burócratas de turno. Si la cultura incomoda, es porque está viva. Y si intentan matarla, será ella quien sobreviva para contar la historia de su fracaso.

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