El jueves, inesperadamente, la ministra de Salud, Rosa Gutiérrez, anunció ante la representación nacional que había presentado su renuncia al cargo que ocupaba desde el pasado 10 de diciembre. Minutos después, a través de un tuit, la presidencia de la República informaba que la mandataria había aceptado su dimisión y hasta el momento en el que se escribió este editorial todavía no se conocía a su reemplazo.
Por supuesto, que su salida haya sido inesperada no quiere decir que haya sido inmerecida. Desde este Diario al menos creíamos que su gestión no había dado la talla ante el desafío histórico de atajar el que ya es, por lejos, el brote de dengue más despiadado de los últimos tiempos (esta semana, por ejemplo, los casos han superado la barrera de los 152.000 mientras que los fallecidos suman ya 261).
Les corresponde ahora a la presidenta Dina Boluarte y al jefe del Gabinete, Alberto Otárola, designar a un titular de Salud que entienda no solo la crítica situación en la que se encuentra el país debido al azote del dengue, sino también la urgencia de rescatar al sector, especialmente luego de las lecciones grabadas con la muerte y el dolor que nos dejó el COVID-19. Esto, que puede sonar bastante obvio, no lo ha sido tanto para las autoridades de los últimos tres años que han colocado al frente del Ministerio de Salud (Minsa) a una serie de advenedizos, oportunistas e incompetentes que no han hecho más que dañar la imagen de una cartera vital para el país.
Ahí está, por ejemplo, el caso del expresidente Martín Vizcarra y de su titular de Salud, Víctor Zamora, que lograron durante la pandemia el gran demérito de convertir al Perú en el país con más fallecidos por cada 100.000 habitantes en todo el planeta, o el de la exministra Pilar Mazzetti, cuya gestión se vio empañada por el escándalo del ‘Vacunagate’, que reveló que había sido inoculada con la dosis de la vacuna de Sinopharm tras bambalinas.
Pero el peor momento del Minsa en los últimos años, sin duda, llegó durante la presidencia de Pedro Castillo, que convirtió a la cartera en una ficha política para negociar el apoyo de Perú Libre (PL) y de su líder, Vladimir Cerrón. Gracias a Castillo, el país tuvo que soportar la deshonra de tener como ministro de Salud a Hernán Condori, un personaje que no solo se hallaba investigado por el Ministerio Público por los delitos de cobro indebido y negociación incompatible al momento de su designación, sino que había sido promotor del ‘agua arracimada’ –un producto que se vende como medicamento, pero que no cura nada–, del uso de la ivermectina para tratar el COVID-19 y de un supuesto método revolucionario que permitiría detectar el cáncer de cuello uterino “en un minuto”.
Condori solo dejó el cargo luego de que el Congreso lo censurara. En su lugar, Castillo colocó a Jorge López Peña, que también cargaba con una investigación abierta por la fiscalía y con una sanción recibida cuando se desempeñaba como presidente del Cuerpo Médico del hospital Nacional Ramiro Prialé Prialé, y tuvo que dejar el cargo luego de que el programa “Punto final” revelara que seis trabajadores del ministerio y un empresario habían hecho sospechosos depósitos a una cuenta perteneciente a la madre de sus hijos. Con él, además, ya éramos el país de la región que más titulares de Salud contaba (nueve) a lo largo de la pandemia. A López Peña le sucedió Kelly Portalatino, cuya designación parecía responder al hecho de que se desempeñaba como vocera de PL en el Parlamento antes que a sus pergaminos médicos.
Si a algunos políticos el COVID-19 no los había convencido de la necesidad de rescatar al Minsa y colocar allí a los más calificados, tanto ética como técnicamente, este desborde del dengue es un buen recordatorio de ello. Ojalá que este gobierno lo entienda así también. No olvidemos que, al fin y al cabo, lo que está en riesgo no es otra cosa que la vida de los peruanos.