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Fajín volátil
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El Perú arrastra una herencia política que amenaza con convertirse en crónica: 150 ministros en cuatro años. Esta cifra, revelada por un informe de este Diario, es producto de los gobiernos de Pedro Castillo y Dina Boluarte. Si a ello sumamos el Gabinete recientemente juramentado por José Jerí, el número llega a 169. No es solo un dato estadístico alarmante, sino el síntoma de una enfermedad institucional que carcome la capacidad del Estado de responder a las necesidades ciudadanas. Cuando el promedio de permanencia de un ministro en su cartera es de apenas seis meses, y 60 de ellos no superaron los 100 días en funciones, resulta evidente que el Ejecutivo peruano opera en un ciclo perpetuo de improvisación y desorden.
El caso del Ministerio del Interior ejemplifica con particular crudeza las consecuencias de esta volatilidad. Como ya se ha advertido en estas páginas, con 15 titulares en los últimos cuatro años, no existe posibilidad alguna de articular una estrategia coherente de seguridad ciudadana. Cada cambio ministerial arrastra consigo modificaciones en viceministerios, direcciones y jefaturas regionales, obligando a recomenzar desde cero. No sorprende, entonces, que la inseguridad haya crecido como lo ha hecho. La delincuencia organizada, el sicariato y la extorsión no esperan a que un nuevo ministro complete su curva de aprendizaje.
Un ministro necesita entre seis y ocho meses para tomar verdadero control de su sector. Pero si el promedio de permanencia es de seis meses, el 67% de los ministros habrá abandonado su cargo sin haber logrado siquiera comprender las dinámicas de su cartera. Otro ejemplo es lo ocurrido en el sector Educación, que tuvo cinco ministros en 16 meses durante el gobierno de Dina Boluarte. Ello confirma que lo sucedido en el Ministerio del Interior no es un caso aislado, sino un patrón sistemático.
La raíz de este mal tiene múltiples causas: el cuoteo político excesivo que desplaza a cuadros técnicos, la designación de funcionarios con flancos judiciales abiertos y la ausencia de un proyecto político de mediano plazo. El resultado es devastador: se pierde conocimiento institucional, se repiten errores ya superados y se destruye cualquier posibilidad de implementar políticas públicas sostenibles.
El Perú no puede permitirse que el fajín ministerial continúe pasando de mano en mano como si fuera un objeto intrascendente. La estabilidad institucional no es un lujo, sino una necesidad urgente. Mientras este carrusel no se detenga, el país seguirá atrapado en un presente sin rumbo, donde cada nuevo ministro representa no una oportunidad de cambio, sino la confirmación de que el fajín se ha vuelto tan volátil como inútil para ejecutar políticas públicas.

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