José Domingo Pérez y Humberto Abanto
José Domingo Pérez y Humberto Abanto
Andrés Calderón

‘White-collar crime lawyers’ o abogados de crímenes de cuello blanco es como se conoce a los abogados penalistas que trabajan en casos de delitos económicos, como lavado de activos, defraudación tributaria, malversación, entre otros.

Durante la audiencia de prisión preventiva de Keiko Fujimori, una de las polémicas más álgidas entre el fiscal José Domingo Pérez y la abultada cuadrilla de abogados de Fujimori y compañía se produjo cuando el primero refirió que la presunta organización criminal contaba con un staff de abogados que le brindaba “servicios de asesoría permanente o discontinua para facilitar o encubrir sus negocios ilícitos, atender o contrarrestar contingencias negativas o campañas adversas”. Y mencionó, entre ellos, al polifacético Humberto Abanto, quien defiende conjuntamente a Jaime Yoshiyama, Pier Figari, Ana Herz de Vega, acudió al auxilio de Vicente Silva Checa cuando su casa era allanada, ha sido reciente proveedor de servicios del Congreso, es ex abogado de Antonio Camayo y patrocina también a los defenestrados integrantes del Consejo Nacional de la Magistratura Guido Aguila y Julio Gutiérrez Pebe (este último con prisión preventiva de 18 meses).

Cuando uno piensa en un abogado de una organización criminal, se imagina quizá a Tom Hagen, el ‘consigliere’ de “El Padrino”, o el escurridizo Saul Goodman de “Breaking Bad”. Y, entonces, uno entiende la indignación de Abanto.

Sin embargo, la alocución del fiscal puede tener dos lecturas. Una primera, en la que el abogado era integrante de la banda criminal. Una segunda, en la que la banda recurría a un abogado.

Y es que todos tienen derecho a un abogado. Humala, Fujimori, Capone, Odebrecht, usted y yo. No importa cuántos delitos haya cometido. Y un abogado no se convierte en delincuente por defender a uno. ¿O sí?

¿Puede un abogado integrar una organización criminal? La respuesta unánime de la literatura en derecho penal es: sí. Esto sucede cuando el abogado deja su rol de asesor o defensor, y cruza la línea entre la ética y la licitud, y se vuelve funcional para la comisión de delitos.

Por ejemplo, en lugar de decirle a su cliente que no debe recibir y ocultar la procedencia de un dinero ilícito o de fuente sospechosa, el abogado le aconseja ‘pitufearlo’ en varios depósitos. O, siguiendo un ejemplo de la profesora Laura Zúñiga, lo ayuda a crear empresas ficticias para blanquear el dinero.

¿Y qué sucede cuando el abogado no ayuda a cometer el delito ex ante sino a evitar su detección ex post? Es decir, no es un planificador, facilitador o colaborador, sino una suerte de encubridor, en sentido amplio. ¿Qué pasa, por ejemplo, si el abogado se convierte en el protector recurrente de un criminal?

Como habíamos señalado antes, ser abogado de un delincuente no es ilícito. Pero ¿qué sucede si el abogado sabe, por su experiencia, que su cliente está delinquiendo o va a volver a delinquir y aun así lo defiende? Y advierte el letrado que él se ha convertido en su salvavidas, en su “pase libre para salir de la cárcel” como si fuera una tarjeta de Monopolio. Una pieza clave que le otorga impunidad, total o parcial, para quebrar la ley.

¿Cuándo el abogado “de cabecera” se convierte en el “abogado del cabecilla”? Se trata de una frontera legal compleja. Y muy peligrosa para quienes quieren caminar cerca de ella. Y aunque no tengamos la solución jurídica sobre si dicho abogado delinque o no, la respuesta a la pregunta ética está más o menos clara, ¿no?

Dice mucho del abogado el tipo de clientes que tiene. Basta recordar el debut de Saul Goodman en “Breaking Bad”, cuando Jesse Pinkman le recuerda a su socio narcotraficante Walter White que cuando las cosas se ponen feas,