"Los años inútiles", por Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
"Los años inútiles", por Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
Renato Cisneros

El 2018 acaba de ser denominado Año del Diálogo y la Reconciliación Nacional. Suena bien pero parece un mal chiste. Justo en este momento –con un Gobierno que atraviesa su mayor crisis de liderazgo, un gabinete cuya conformación de emergencia ha desatado resentimientos partidarios, una sociedad polarizada a raíz del indulto a Fujimori, unas redes sociales saturadas de agravios y un ambiente general contaminado de ataques y sospechas– ese nombre pomposo más que una convicción parece un pedido de auxilio. Un socorro, por cierto, poco imaginativo si consideramos que ya el 2002 fue llamado Año de la Verdad y la Reconciliación Nacional. ¿Acaso sirvió de algo aquel membrete?, porque da la impresión que desde entonces no hacemos otra cosa que escupirnos a la cara. ¿O quizá esa sea la forma que tenemos los peruanos de pedirnos perdón?

La costumbre de ponerles nombres oficiales a los años data de 1963, Año de la Alfabetización. En adelante, salvo en tres ocasiones (1969, 1975 y 1998), los gobernantes de turno han empleado diferentes motivos para bautizar el año que recién empezaba. Algunos fueron muy puntuales: 1971, Año del Sesquicentenario de la Independencia del Perú; 1997, Año de la Reforestación: Cien Millones de Árboles; 2001, Año de la Conmemoración de los 450 Años de la Universidad de San Marcos. Otros, en cambio, pecaron de generalistas y, por lo mismo, de vacuos: 1972, Año de los Censos Nacionales (¿?); 1977, Año de la Unión Nacional; 1980, Año de los Deberes.  

No han faltado, claro, las polémicas. La más reciente debe ser la del 2011, que para muchos debió haber sido bautizado Año del Centenario del Nacimiento de Arguedas pero el gobierno aprista prefirió catalogarlo únicamente Año del Centenario de Machu Picchu cuando bien pudo anexar ambos nombres.  

Se entiende la intención de esta práctica, por supuesto: impulsar una idea que sea prioritaria en las acciones del Estado, alrededor de la cual, se supone, hay consenso. El problema de esa tradición es que ha terminado pareciéndose mucho a los propósitos que hacemos los sujetos comunes y corrientes en voz alta la noche de Año Nuevo comiendo uvas. Propósitos que casi nunca cumplimos, o peor, que abandonamos a las tres semanas. Este año voy a bajar de peso. Este año voy a hacer deporte. Este año voy a leer un libro al mes. Este año voy a dejar de fumar. Este año voy a sacar mi tesis. Este año voy a reconciliarme con mi adversario.  

Me pregunto si no sería mejor que los gobiernos pongan esos rótulos al cierre de cada año, a la hora de cuadrar caja, cuando hay claras evidencias de un objetivo cumplido, cuando ya se sabe lo que se logró, lo que se dejó a medias, lo que no se concretó. Toda promesa y arenga son bienvenidas, pero no podemos olvidar que el Perú es el reino de la incertidumbre, aquí cualquier cosa puede pasar, aquí un presidente ofrece no robar y roba, garantiza no indultar e indulta, de modo que es un despropósito adelantarse y bautizar un año como si tuviésemos la certeza premonitoria de que las intenciones de enero van a durar hasta diciembre.  

Si uno piensa en todo lo vivido el 2017 –la tragedia de El Niño, la clasificación al Mundial, el riesgo de vacancia, la salida de Fujimori–, no puede creer que el título del año haya sido Año del Buen Servicio al Ciudadano. Otra vez, parece una broma de mal gusto. Solo la seria crisis de Pura Vida desmiente categóricamente ese eslogan dejando a los autores del mismo en completo ridículo. 

En el Perú, los nombres de los años, como los juramentos de los mortales, no tienen sentido al principio, sino al final. Aquí es más serio celebrar la cosecha que vaticinarla. Más importante aplaudir el mérito que prometerlo.

Esta columna fue publicada el 13 de enero del 2018 en la edición impresa de la revista Somos.

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