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Entre robots, templos y espiritualidad: por qué Japón es el destino más deseado del mundo y qué pueden esperar los peruanos del país del respeto
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Un sonido seco y fuerte me acompaña esta noche. Son pisadas que suenan como una cascada, ¿o mejor diríamos catarata? Son cientos de pisadas. Imposible contarlas. Imagina una ola de gente, como a la salida de un partido de fútbol en el Estadio Nacional de Lima. Estoy caminando en la estación del tren de Shinagawa y mis ojos no pueden creer la cantidad de personas que veo caminar, apuradas. Nadie grita, nadie empuja. Nadie atropella. Los japoneses son gráciles y parecen flotar. Solo el sonido de los pies en apuro prevalecen. En las escaleras las flechas indican por dónde ascender y cómo descender; todos obedecemos. En Tokio viven 37 millones de personas, mucho más que toda la población del Perú en una sola ciudad. Tres reglas permiten esta convivencia: respeto, obediencia y honradez. Permanecí dos semanas en el Japón y no sentí miedo en ningún momento. No tuve que vigilar mi mochila ni coger mi celular con firmeza para evitar robos al paso. Asaltar es una deshonra. Devolver objetos perdidos está en el ADN japonés.
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A Tokio he llegado buscando la icónica floración de los cerezos y confieso que el cambio de hora ha hecho estragos en mi mente. Para pisar esta tierra de la resiliencia he tomado la ruta más rápida vía Atlanta. Son casi siete horas desde Lima a este primer puerto estadounidense y desde allí catorce horas y minutos hasta el aeropuerto de Haneda. Más o menos 21 horas en el aire. Mi viaje en Delta Airlines ha sido muy placentero, pero es la primera vez que me he preguntado a mí misma a qué hora llego, mientras veo el mar a través de la ventana. Catorce horas de diferencia separan a Tokio de Lima. Con el cerebro volteado: así te sientes los primeros días. Es un viaje al futuro, literal.
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He llegado en primavera. Mi alma ha esperado demasiados años conocer este país que se levantó de sus cenizas después de la Segunda Guerra Mundial. Quiero depurarme tomando té verde e inclinando mi cuerpo en señal de respeto. Ni bien dejo mis maletas en el hotel salgo a recorrer las calles de Tokio. El dolor en mis pies llegará con los días. Caminar y caminar sin descanso, eso también depura. He visto caminar niños solos y ancianos encorvados, jóvenes maquillados y mujeres en kimono. Caminando he pensando en el famoso ikigai de los japoneses. La traducción de esta filosofía es conseguir una vida que vale la pena. ¿Cuál es el propósito de mi existencia? En eso pienso. En la vida mientras observo con respeto y gratitud.


Camino a Shibuya, el cruce de peatones más famoso del mundo, pienso en los cerezos y en la contemplación, en el delicioso sushi y la experimentación, en Mario Bros. y el mundo de Nintendo, en Hello Kitty y su parque temático, en las historias de los samuráis y sus códigos de honor. Pienso en Kill Bill y en la novela “Memorias de una geisha”. ¿Cómo serán los templos de Kioto? ¿Lograré subir las mil puertas torii del Santuario Fushimi Inari? ¿Y el tren bala? ¿Realmente será una bala el famoso tren shinkansen? Camino apurada con mi asombro a cuestas. Al final de mi viaje me llevaré agradecida dos lecciones: con paciencia y respeto la vida tiene mejor sentido.
LA ZONA DEL VÉRTIGO

Ahora sí estoy dentro de la película “Lost in Traslation” (Perdidos en Tokio). Shibuya es un clásico en la película de Sofia Coppola y en cualquier agenda de viajero. No sé tú, pero yo no dejo de pensar en mi lista de pendientes que provienen de películas y libros. El famoso cruce marca la línea entre el bullicio del caos y la sinfonía del orden. Shibuya me recuerda al Times Square de Nueva York, pero aquí el estímulo está a la enésima potencia. Imposible no ponerse alegre en esta intersección que exige caminar en 360 grados, sino miras en todas las direcciones es porque vives adormecido. Se calcula que tres mil personas pueden llegar a cruzar al mismo tiempo. Cada dos minutos debes esperar la luz verde para cruzar durante 47 segundos. Cruzo una y otra vez. Hasta podría saltar en un pie. Parezco una niña incrédula al ver tantas personas en un solo lugar. Los turistas son reconocidos al segundo porque caminan filmándose para Instagram. El vértigo entre avisos luminosos y edificios que parecen bailar con la publicidad en 3D es inmediato.
—¿Y el perro?
—¿Qué perro?
—¿Dónde está el famoso Hachiko?
Christian Zevallos, un peruano exitoso que vive en Tokio desde 2008 y que hace las veces de embajador peruano gracias a sus producciones de cine y eventos, sonríe ante mi pregunta. Christian es mi guía voluntario. Señala una esquina y alcanzo a ver un grupo de turistas haciendo cola para tomarse fotos con Hachiko. La célebre estatua rinde homenaje al perro que se hizo famoso por esperar a su dueño, el profesor Ueno, incluso después de su muerte. Hachiko es el símbolo de la lealtad.


Pero el vértigo no solo está en Shibuya. Si vas a la calle Takeshita, no tendrás tiempo para detenerte por sobredosis de estímulos. La calle de los accesorios de moda te deja extasiado con los jóvenes y sus vestuarios. Es la moda K-pop, otaku o kawaii, solo por citar tres tendencias. Imagina por un momento que personajes de películas y mangas cobran vida y salen a pasear. Eso pasa en Tokio, donde además el kimono sobrevive con orgullo.
La libertad en el vestir también es una muestra de respeto, podrás ver los vestuarios más bizarros y los maquillajes más tiernos y nadie se mete con nadie. Hasta hoy sigo pensando en las mil maneras de vestirse que he grabado en mi memoria. No encuentro con qué país comparar. Desde lo elegante hasta lo estrambótico, desde el festivo arcoíris hasta el oscuro noche profunda. Toda la paleta de colores en un solo lugar.
EL PAÍS DE LA BELLEZA
“Mis ojos brillan
de tanto contemplarte,
flor de cerezo”.
Así escribía Matsuo Bashō, el maestro del haiku. Ahora busco cerezos para que la melancolía de la belleza me asalte. En el jardín contiguo al Palacio Imperial, los cerezos hipnotizan. En estado de contemplación uno entiende el oubaitori, el famoso concepto japonés que se traduce así: “no te compares, florece a tu propio ritmo”. Cada persona es una flor diferente, tiene su propio camino de crecimiento y su propio florecimiento. No te compares, no hay necesidad. Tienes tu propia belleza y propósito único. Eso es lo que nos han enseñado los japoneses al observar los árboles frutales en primavera. A respetar la individualidad. Ahora entiendo por qué el final de marzo es la temporada más alta para visitar Japón. Es la belleza la que habla. Las flores de los cerezos son poesía. Los jardines que circundan templos y palacios son cuidados con amor y delicadeza.
La belleza está en la imperfección.
La belleza también está en la fe.

No soy budista, tampoco sintoísta, pero creo en Dios. En los templos el disfrute del silencio es posible a pesar de la muchedumbre. Y nuevamente es por el respeto al otro. Creencias, cábalas y decretos. En las afueras de cada templo puedes escribir tus deseos y colgarlos o quemarlos. Hay papeles y tablitas de madera para la salud y la fortuna, para la seguridad. Para el amor. Yo solo pido salud para ver crecer a mis mellizos. Rezo, respiro, huelo incienso. Medito. Hay templos históricos en todo Japón. En Tokio he recorrido el templo Sensō-ji (el más antiguo), el santuario Meiji-jingū y el templo Zōjō-ji. En Kioto es obligatorio recorrer y meditar para trascender de lo mundano a lo sagrado. Kiyomizu-dera, conocido por su terraza de madera y vistas panorámicas; Kinkaku-ji (el famoso Pabellón Dorado), cubierto de pan de oro y reflejado en un lago; y el icónico Fushimi Inari-taisha, famoso por sus miles puertas toriis rojas, son de visita obligatoria. Ese respeto, ese silencio, ese peregrinaje tiene una belleza que conmueve. He recorrido los templos y santuarios rezando y encontrando a mi padre que acaba de morir.


Pero hay más. La comida, la presentación de los pescados y vegetales, de las algas más raras que nunca antes comí, también esconden la belleza de lo cotidiano. No te sirven cerros, te sirven bocados. No te atragantas, te alimentas. Y más allá de los restaurantes inteligentes donde pides en una tablet y literalmente los platos vuelan hacia ti gracias a la inteligencia artificial, más allá de los restaurantes donde los robots caminan en la sala, también están los mercados donde la higiene es la regla común. La empatía es la marca registrada en este país. Ponerse en el zapato del otro: te entrego como a mí me gustaría recibir. Es sencillo.
Hay tanto por ver y hacer que no tuve tiempo para detenerme en la tecnología. Mi primer acercamiento a Japón ha sido absolutamente espiritual, pero voy a regresar a la diversión infantil. Me he prometido mil viajes a este destino que ya es mi favorito. Ahora quiero hacer Japón para niños. Ir a los museos, acuarios y zoológicos. Quiero ir a los parques temáticos de Nintendo, de Hello Kitty, de Disney y Harry Potter, quiero que mis mellizos disfruten del reino de Pokémon y de las famosas tiendas cápsula aptas para coleccionistas de todas las edades. Regresaré con mis hijos porque está demostrado que Japón es el país que más cuida y respeta a los niños. Volveré con mis reservas en la mano y con mi alma dispuesta a vivir el momento para ser feliz. Aquí y ahora. Ya les contaré.
Como los suizos, los japoneses respetan los minutos y segundos. Las estaciones del tren son espejos de precisión. Las reservas son un tema aparte. Si viajas a Japón, las reservas son requeridas en los lugares más emblemáticos. No puedes ir a un museo o parque de diversiones porque un día despiertas y dices de manera espontánea a ver qué me depara la vida. Imposible. Todo debe estar planificado con semanas de anticipación. Y esa es otra lección: el pueblo japonés se pudo levantar de la hecatombe de la Segunda Guerra Mundial no solo por el honor y porque trabajaron en equipo sino —y principalmente— porque planificaron y respetaron la decisión que tomaron. Por eso no existe el desorden en un país donde conviven más de 125 millones de personas.
Estoy en mi cola del tren bala, el famoso Shinkansen. He decidido conocer Hiroshima, que está a cuatro horas de Tokio si tomas este famoso tren que en efecto es una bala. Allí donde la humanidad escribió cómo desaparecer en segundos a todo un pueblo con una bomba atómica, descubriré al llegar que en la estación te regalan palomas de la paz hechas con papel. Imposible no sentir tristeza. Origami para que nunca más se vuelva a repetir.
En Hiroshima hace mucho frío esta mañana, recorro el Parque Conmemorativo de la Paz y solo pienso en ese 6 de agosto de 1945, el día del espanto. Eran las 8:15 de la mañana cuando la muerte llegó del cielo para pulverizarlo todo. Imagino a la gente camino a sus trabajos, a los niños y a sus madres. La historia ha contado que 140 mil personas murieron después de la primera bomba lanzada a una población civil. La detonación mató al instante a 66 mil personas. El silencio es pesado. Solo un par de turistas osan tomarse fotos sonriendo a la cámara. Los demás caminamos callados, mirando al vacío. He pasado de la burbujeante alegría y asombro de Tokio a la profunda tristeza mientras observo el Memorial de la Paz, llamado también la Cúpula de Genbaku. La única edificación que se mantiene en pie de ese día. Tiemblo en Hiroshima y no solo por el frío. Decido rezar.
¿Cómo hicieron para levantarse los japoneses? Una señora me extiende una hermosa paloma de papel en la estación y me contesta: “Todos nos equivocamos, todos sufrimos hecatombes en mayor o menor grado, pero podemos levantarnos y renacer más fuertes. Aquí y ahora”. No hay rencor en su rostro. Hay resiliencia. Ella es como Hiroshima. Una ciudad hermosa que hoy vive con modernidad y respirando paz donde antes hubo muerte y desolación. //

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