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Mónica Huerta de La Nueva Palomino: la historia de lucha de la mujer detrás de la picantería más reconocida del Perú y su pedido al Ministerio de Cultura
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En Arequipa, las picanterías son una tradición que lucha por mantenerse viva. En esos espacios emblemáticos, entre batanes, fuegos y ollas de barro, nació Mónica Huerta, dueña de La Nueva Palomino, la picantería más reconocida del Perú. Pasar por Arequipa y no darse una vuelta por su local es considerado un pecado gastronómico. Aunque hoy la prosperidad de su negocio es indiscutible, Mónica todavía recuerda los tiempos en que su restaurante apenas tenía unas cuantas mesas y a una cocinera inexperta: ella misma, obligada de pronto a hacerse cargo del legado familiar. “Yo sentía que la picantería me había quitado el amor de mi mamá”, confiesa. Cada vez que doña Irma, su madre, le pedía ayuda, Mónica se escapaba. “Yo decía: felizmente que mi hermana está, así mi mamá le heredará la picantería y no pondrá sus ojos en mí”. Hasta que, inevitablemente, su madre los puso en ella.
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El temido cambio de posta llegó cuando a doña Irma le diagnosticaron una enfermedad terminal y le dieron apenas dos meses de vida. “En ese tiempo conversamos como nunca lo hicimos. Me contaba historias hermosas de ella. Yo crecí pensando que mi mamá no me quería, que no me abrazaba, pero entendí que era una mujer que debía ser fuerte para defenderse, para defenderme, y para sacar adelante la picantería”. Antes de morir, su madre le pidió un juramento: que se encargue del local y no lo cierre durante seis años. “Yo me decía: ¿cómo me va a pedir eso a mí, que no me gusta la picantería? Pero después encontré los testamentos de mi abuela y mi bisabuela, donde pedían exactamente lo mismo a sus hijas. Fue como si me hablaran a través del tiempo”.
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Conmovida por esa revelación y sin experiencia, la que toda su vida había odiado la cocina tuvo que buscar a sus tías para aprender. Ellas la recibieron con ironía y apodos. “Me decían ‘calincha’, la que no sabe nada. Yo lloraba porque me daban indicaciones y a veces no entendía. Entonces le pedía a Dios: ayúdame a interpretar sus palabras. Poco a poco fui aprendiendo, a usar el batán, a jaspear los ajíes como lo hacía mi mamá”.
Lo inesperado fue descubrir que los sabores estaban en su memoria. “Yo criticaba mucho a mi mamá cuando cocinaba. Le decía: ‘Mamá, ahora todo es práctico, compra cubitos de caldo, nomás, ¿por qué secas esos huesos?’. Y después entendí que en los procesos estaba el secreto”. La primera Navidad sin su mamá hizo una ensalada y sus hijos le dijeron: “Te salió igualita a la de mi abuela”. Ella lloraba. Pensaba que se lo decían por amabilidad, pero era verdad. “Me di cuenta de que tenía grabado en el paladar los sabores de mi madre”.

Ese aprendizaje lento se transformó en pasión. El negocio creció poco a poco. Al comienzo, no iba nadie porque todos sabían que ella era “la que nunca había cocinado”. Tenía esa fama. Ella misma cocinaba, atendía, lavaba los manteles. Poco a poco empezó a llegar gente. “El primer Día de la Madre sin mi mamá se me llenaron las diez mesas. Temblaba de miedo porque pensé: si se llenó hoy, ¿qué va a pasar después? Y cada año crecimos. Llegamos a tener más de cien mesas antes de la pandemia”.
La dignidad de las picanteras
Las picanteras nunca la tuvieron fácil. En la propia familia de Huerta —con madre y abuela picantera— fueron, en su mayoría, mujeres solas, dueñas de sus negocios y de sus vidas en un país machista. Esa independencia, que les daba libertad económica y capacidad de decisión, era vista con recelo. “Muchas veces a las picanteras las tildaban injustamente de coquetas, por ser solteras, o de ignorantes; pero jamás fue así. Eran mujeres que leían mucho, que se culturizaban, pero la sociedad nunca les perdonó ser independientes”, dice Mónica Huerta. La mayoría criaba a sus hijos sin pareja y, si algo no les gustaba, simplemente daban por terminada la relación”.

Hoy, Mónica, que es embajadora de Marca Perú y ha sido reconocida esta semana por su trayectoria en la última edición de los Premios Somos, se pasea por el mundo para compartir la cultura picantera. En su maleta suele llevar ajíes jaspeados, huesos salados de res y hasta un batán de veinte kilos para mostrar al mundo que la cocina arequipeña es una cultura viva. Hay batanes de Mónica en Argentina, México, Suiza, Alemania, Dubái, Milán. Su preocupación más grande es el futuro. “La picantería está en peligro de extinción. Si desaparecen las guiñaperas, que son las que germinan el maíz para la chicha, o si se pierde el camarón de río por la sobrepesca, desaparece también parte de nuestro mestizaje. Por eso, pedimos al Ministerio de Cultura que haga el expediente para la Unesco. Nosotros no podemos, solo el Ministerio puede hacerlo. Si no se hace pronto, se perderá una tradición que ha resistido siglos”. //
♦◊ La historia de las picanterías se remonta a la colonia, cuando en Arequipa las chicherías elaboraban la chicha de guiñapo, bebida sagrada para los antiguos pobladores, que los españoles transformaron en consumo cotidiano.
♦◊ Pronto se dictaron ordenanzas que obligaban a acompañar la chicha con pequeños platos picantes: la “yapa” que ayudaba a mitigar los efectos del alcohol.
♦◊ Aquellos bocados, sencillos al inicio, fueron enriqueciéndose con el tiempo gracias al mestizaje: los productos andinos se mezclaron con las técnicas e insumos traídos de Europa, y nació así una cocina única.
♦◊ En las picanterías todo es artesanal. Las licuadoras y otros artefactos eléctricos están prohibidos pues lo que se busca es rescatar y dar valor a las técnicas ancestrales.
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